Comenzaré con una confesión personal. Ese Ubanell que figura en mis apellidos se lo debo a mi abuelo Tomás, que nació en la catalanísima población de La Bisbal, capital del Baix Ampordá. El abuelo Tomás llevaba, que yo recuerde, ocho apellidos más catalanes que la butifarra. A esta circunstancia no le dio, en toda su vida, la más mínima importancia. Fue tafallés desde que mis bisabuelos Joaquín y Pilar se lo trajeron a la ciudad del Cidacos con tres años. Aquí hizo su vida y su familia. Fue un catalán venido, y sobre todo bienvenido, a Navarra. Una historia como tantas.
Un siglo después, esa Cataluña que considero también un poco mía se convierte con celeridad en una tierra hostil para muchos de sus naturales. No se trata de lo que ocurra o deje de ocurrir con el referéndum de secesión. Es algo mucho más grueso, más soterraño también. Es la mezcla de silencios, miedos, vacíos, acosos, listas negras y señalamientos. Es lo peor de la naturaleza humana desencadenado. Una caja de Pandora abierta en nombre de algo tan falsamente elevado, pero tan vacío en el fondo, como la sangre, la tierra y la bandera.
Porque -hay que repetirlo- toda sangre, toda bandera y toda tierra; toda nación, toda ideología, toda lengua, todo sentimiento… todo esto junto no vale nada si en el camino nos dejamos la compasión y la solidaridad. Y hablo de la solidaridad de verdad, la de cada uno con su prójimo por el hecho de ser prójimo, independientemente de cualquier cosa que no sea su condición de persona. Esto, en Cataluña, se está olvidando, como se olvidó vergonzosamente en Navarra y el País Vasco durante muchos años. Hoy algunos se concentran frente a parlamentos y ayuntamientos, poniendo cara de estar haciendo algo trascendente por la libertad de la nación catalana. No les preocupan las libertades de muchos ciudadanos catalanes. ¿Para qué ocuparse de las personas, cuando está en juego la sacrosanta nación? Si demostraron ser casi inmunes al sufrimiento ajeno cuando lo tenían a la vuelta de la esquina ¿se han de preocupar por el de personas a las que no conocen y de quien no pueden rascar un voto?
Yo no conocía a doña Ana Moreno, de Balaguer (Lleida), hasta que su caso apareció hace pocos días en un medio nacional. En resumidísimas cuentas, doña Ana es una ciudadana catalana que, por pedir enseñanza en castellano para sus hijos, ha sido sometida a lo que en cualquier lugar normal del mundo (si queda alguno) sería considerado una tortura psicológica. Entre otras cosas, el relato incluye la sugerencia de algún vecino de que a Ana le sea retirada la custodia de los niños, una manifestación con camisetas alusivas al caso, y la amenaza a una vecina que no quería ponerse la camiseta de que, de no hacerlo, seria tratada de la misma manera. Todo muy caritativo y muy decente. Al final Ana claudicó cuando le contaron que una compañera de su hija había dicho que “no le dejaban ser amiga suya”.
Alguno habrá que diga que Ana lo tenía bien fácil: bastaba con no pedir enseñanza en castellano. Esta es una verdad nauseabunda, que obliga a preguntar por los cientos y cientos de ciudadanos, catalanes y de otros lugares, a los que el miedo a padecer semejantes atropellos les ha hecho claudicar. Así es muy fácil acabar siendo la opción hegemónica. Cuando las alternativas son convertirse en uno más entre las masas o la muerte civil, hay que reconocer que los dados están trucados y el resultado escrito de antemano.
El caso de Ana Moreno es un paradigma, pero no una excepción. En nuestro ámbito tenemos constancia de que decenas y decenas de miles de ciudadanos dejaron la Comunidad Autónoma Vasca para escapar de cosas parecidas y peores. Me pregunto cuantos más emprendieron el exilio interior, el que consiste en no ver, ni padecer, ni protestar por lo que estaba ocurriendo.
Benvinguts, catalans. Bienvenidos, catalanes. Un siglo después de que el abuelo de quien esto firma llegara a Navarra, estoy convencido de que miles y miles de catalanes contemplan con pavor la deriva incívica que ha tomado aquella tierra. Muchos de ellos estarán ahora mismo dudando entre sumirse en el remolino general, resistir, o emprender el camino hacia tierras más benévolas. Si he escrito estas líneas es para transmitirles que por lo menos yo les daré la mejor de las bienvenidas; la que se debe a quien escapa de la furia de sus propios conciudadanos.
Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología