Meses antes de la quiebra del banco Lehman Brothers, los humoristas John Bird y John Fortune interpretaron un brillante diálogo satírico en el que daban un repaso memorable al modo de proceder de la economía especulativa. El diálogo es divertidísimo e inteligentísimo, y cuenta verdades como puños. Verdades de entonces y también de ahora.
En un determinado momento, Mr. Bird, que interpretaba a un especulador, explica cómo un montón de deudas hipotecarias de alto riesgo (textualmente “firmadas por un desempleado negro en camiseta sentado en un porche en ruinas de Alabama”) se empaquetan y convierten en un “Vehículo de Inversión Estructurado”, y cómo, a pesar del riesgo, la gente compra esos fondos porque tienen buenos nombres. Por buen nombre, explica Bird, no se entiende nada relativo a reputación, sino que han sido bautizados con nombres tales como “Fondo Estructurado Mejorado de Alta Gama”.
“Suena bien”, dice Bird. “Suena fiable”, añade. Y remata “Si se hubiera llamado Fondo del Desempleado Negro la cosa quizá sería distinta”.
Vivimos en la era de la imagen. No de la mera imagen visual, sino más bien de la imagen global (la “marca” en sentido amplio), que de sí mismas construyen empresas y personas, y que implantan en la mente del consumidor. El marketing se ha sofisticado hasta generar subdivisiones como el “packaging” (envolver el producto en cuestión para que resulte más atractivo) o el “naming” (poner al producto un nombre adecuado). Lejos quedan las rudimentarias artes de un León Salvador, aunque no su espíritu: vender, vender y vender.
En lo de bautizar cosas con nombres apabullantes el mundo empresarial y financiero no va rezagado. Imaginemos que un asesor bancario nos hubiera ofrecido comprar “deuda subordinada”. Deuda suena mal, y subordinado ni les cuento, así que quizá nos lo hubiéramos pensado dos veces. Sin embargo el mismo asesor ofreció “participaciones preferentes” y la cosa, como decía Mr Bird , fue distinta. Participar está muy bien (dicen que es lo importante) y tener preferencia siempre ha sido una maravilla. En su momento lo que se vendió a un montón de confiados ahorradores fue lo primero, pero bautizado como lo segundo, y explicado de mala manera, con las consecuencias que todos conocemos.
Más cerca de nosotros, el caso Davalor es buena muestra de lo que cuento. ¿Cómo se va a negar uno a contribuir al equity crowdfundig de una start up que presenta tecnologías disruptivas y secretas con un enorme potencial de beneficios a futuro? Reconozco que debe de ser difícil resistir los cantos de sirena… sobre todo si la canción tiene versitos en inglés y se acompaña del tintineo de los beneficios. Imaginemos que la cosa se hubiera presentado como “pasar la gorra para recaudar fondos que financien una nueva empresa cuya actividad no se sabe muy bien cómo va a acabar, aunque promete hacerse con todo el mercado mundial en su campo”. Si la presentación comercial invitaría a jugárselo todo, la verdad desnuda recomienda ser cautos.
Cuando la Administración pretende sustentar el proyecto, la cautela, por arriesgar dinero público, debe multiplicarse exponencialmente. Además, al menos en teoría, la Administración cuenta con técnicos sobradamente competentes para realizar una evaluación de riesgos mucho más precisa y orientada que la que pueda llevar a cabo un particular, que muchas veces no cuenta mas que con su intuición y su experiencia. Aun así, son muchos los casos en que una decisión política ha contravenido las más elementales normas de cautela y prevención (recuerden el escándalo Elf Aquitaine), muchas veces contra el criterio técnico, y con la estúpida pretensión de que el supuesto beneficio “no se lo lleven otros”.
Las últimas noticias sobre Davalor abundan en lo relatado. Técnicas de Sodena afirman que las previsiones de negocio “no eran realistas” (ecos del cuento de la lechera, eufemismos para decir que eran un despropósito), y que “si la maquina hubiera tenido aceptación comercial hubiera sido un éxito” (una tautología elevada a la categoría de argumento porque ¿puede algo ser un éxito sin aceptación?). El promotor, mientras, se dolía hace poco de no haberse llevado el proyecto a Estados Unidos, donde supone que le hubiera resultado más fácil llevarlo a término (como si los Estados Unidos fueran primera potencia mundial por andar firmando cheques en blanco), y sigue blandiendo la presencia de un misterioso “gran inversor” que (¡ay!) o no acaba de llegar o cuando llega se pone a hacer preguntas.
Las mismas preguntas que, de manera clara y con respuestas precisas, sin rodeos, sin tautologías, sin nubes de humo, debemos hacernos los particulares, y por supuesto debe hacerse la Administración cuando se trata de manejar nuestros recursos.
Alfredo Arizmendi Ubanell. Licenciado en Medicina y Odontología