El episodio de los insultos al paso de la Dolorosa en su traslado a la Catedral no es más que la siguiente (temo que no la última) de una serie de ofensas al cristianismo católico en nuestra ciudad. En ciertos entornos ideológicos, hacer befa de los símbolos católicos se está convirtiendo en la gracieta de moda. Ahí tenemos los padrenuestros progres, la “dolorosa” carnavalesca que circuló por el Casco Viejo pamplonés, o ciertas exposiciones artísticas, a las que ninguna calificación jurídica, por exculpatoria que sea, puede limpiar del todo su naturaleza ofensiva.
Ya pocos dudan de lo saludable que resulta la aconfesionalidad de las instituciones públicas. Lo que antaño se denominaba separación Iglesia-Estado, pero que en un mundo globalizado también en los asuntos de fe, supone la disociación efectiva entre el gobierno de los asuntos públicos y la forma en que cada cual maneja su vertiente espiritual. Con todo, el hecho religioso goza de gran vitalidad, principalmente por ser una cuestión de índole íntima. Pero también porque en muchas ocasiones trasciende ese fuero interno en forma de manifestaciones públicas de religiosidad que, además del componente espiritual, constituyen poderosos elementos de tradición cultural, y de vinculación social, sin olvidar la función educativa, humanitaria, e incluso como impulsores turísticos y económicos.
Lo que estamos viendo, sin embargo, no tiene que ver con la aconfesionalidad o con la secularización de la sociedad. Estos dos fenómenos son reales, pero ninguno de ellos lleva aparejada la hostilidad que percibimos. Podemos concebir sin problemas una sociedad aconfesional y secular que mantiene un escrupuloso respeto por las prácticas religiosas de los creyentes.
Conviene descartar, de salida, dos ideas erróneas sobre dichas hostilidades. No son neutros ejercicios de libertad de expresión porque atentan contra la libertad de expresión del prójimo, en general por la vía coactiva o de ridiculización de las creencias. Tampoco son espontaneas gamberradas. Son actos aplaudidos e incluso fomentados por segmentos políticos determinados, que han hecho de la institucionalización de dichas ofensas bandera de progresismo y de modernidad.
La historiadora francesa Mona Ozouf elaboró el concepto de “transferencia de sacralidad” en relación con fenómenos acontecidos en torno a la Revolución Francesa. Muchos años antes, G.K. Chesterton había estampado una frase célebre: que el hombre había “dejado de creer en Dios no para creer en nada, sino para creer en cualquier cosa”. Son dos enunciados para el mismo hecho. ¿ En qué se cree ahora, y de qué forma?. ¿Cómo influye esa transferencia en la creciente hostilidad al culto cristiano en general y católico en particular?
La Patria, la Nación, el Pueblo, la etnia, la lengua, el Estado, el Partido…. Hay que reconocer que a Dios le ha salido una buena colección de lugartenientes seculares. Mientras lo religioso se ve invitado a cultivarse en ámbitos privados, estos perceptores de la sacralidad transferida se han ido apropiando de los modos de operar, de las estructuras, de la retórica y de la estética de la religión de la que han recibido la transferencia. Se pueden ver, por ejemplo, caracteres de romería en ciertas celebraciones campestres (¿recuerdan a Zapatero en Rodiezmo?), de procesión en algunas marchas con antorchas, y de sermón dominical en no pocos mítines. No es de extrañar esta apropiación simbólica apenas disfrazada. Si a Dios se le pedía redención en la otra vida, sus sucedáneos la ofrecen en ésta, y conviene que el nuevo redentor venga con las pompas del antiguo, por aquello de la credibilidad. Una de los rasgos menos virtuosos que los nuevos entes sacros han heredado de los antiguos es la tendencia a reclamar atenciones exclusivas. Una especie de monoteísmo secular, en el que se definen un espacio de ortodoxia (corrección política de todo tipo), una heterodoxia apenas tolerada, y un espacio herético al que se pretende expulsar, entre otros objetos molestos, a las religiones tradicionales. No debe extrañarnos que, cuanto más rígidas sean las nuevas ortodoxias (los totalitarismos en el extremo), más dura sea la represión o la retorsión de las antiguas.
“En el camino del mal / lo que viene más al caso / es no dar el primer paso”. Lo que dice la copla es de aplicación estricta en la materia que nos ocupa. Lo malo es que ese primer paso ya se ha dado. Lo bueno, que sabemos dónde lleva este camino. Es sencillo predicar el mutuo respeto como base de la solución a este y otros conflictos. Es difícil practicarlo, y más difícil todavía hacerlo practicar a quien no reconoce el respeto como norma básica de convivencia. Este es uno de los más difíciles retos de nuestro tiempo.
Alfredo Arizmendi
Médico y miembro de Sociedad Civil Navarra