La irrupción de Podemos en el panorama político español es un acontecimiento de cuyo verdadero alcance todavía no somos conscientes. Han transcurrido apenas cinco años desde el 7 de Abril de 2011. La manifestación que se celebró en Madrid en tal fecha constituye, en palabras de Pablo Iglesias, el momento fundacional de lo que poco despues se denominó 15-M, y del movimiento “indignado” que acabó sustanciándose en el fenómeno Podemos. Dicha manifestación fue convocada por la organización llamada Juventud Sin Futuro, que en aquellos días contaba con poco menos de cien miembros. Reunió a entre tres mil y diez mil personas. Una amplia horquilla, según es costumbre en estos casos, pero en absoluto una afluencia masiva.
Las circunstancias económicas, sociales y políticas estos últimos años hacían inevitable la aparición de un partido que aglutinara la protesta contra el sistema (bautizado muy atinadamente como “casta”). La coincidencia con la apoteosis de la corrupción, con el Partido Popular carcomido hasta los tuétanos y el Partido Socialista con su cruz a cuestas; la ignominia de los aforamientos que dilatan la acción de la justicia; el cóntinuo trafago judicial de personajes otrora intocables; las puertas giratorias… Son muchas las cosas que han alejado a España del deseable estado de normalidad. Todo ello ha contribuido a generar una atmósfera general de simpatía con esa muchachada descarada y sin complejos que pretendía tomar los cielos al asalto. Comprendo las causas de su pujanza pero no comparto muchas de sus propuestas. Ni tampoco los procedimientos.
Entre los procedimientos que el movimiento indignado se trajo de Sudamérica (concretamente de Argentina) se encuentra el “escrache”. Es una cosa curiosa: vivimos en una época en la que el acoso no solo está mal visto, sino que constituye delito. Sin embargo, al escrache se le ha aplicado esa doctrina postmoderna según la cual conforme la cosa se envuelve en palabrería va perdiendo filo y acaba resultando hasta saludable. Así que al acoso se le llamó escrache, se describió como “legitima expresión ciudadana de disconformidad”… y pasó a ser parte de nuestra vida y del Diccionario de la Lengua.
Llegó el año 2015 y aquella juventud indignada alcanzó el poder. Ocuparon cargos municipales y autonómicos como pocos podían imaginar en el cercano 2011. El cielo, o por lo menos una de sus sucursales, había sido conquistado. Como Hernán Cortes, podían quemar las naves que les habían llevado a su destino. ¿Para qué acosar a los gobernantes, si los gobernantes somos nosotros? ¿Por qué iba a quejarse la gente, estando como están en las mejores manos? La realidad demuestra que sus previsiones no están siendo acertadas. Y la reacción ante esta evidencia demuestra cómo afronta Podemos esta y otras cuestiones.
Hace unos días cierto concejal de Madrid fue acosado por un grupo nutrido de policías municipales descontentos. Lo que se dice un escrache en toda regla. Como los de hace no tanto. Como los que padecieron Cifuentes, Gallardón y Maya entre otros. Claro que estos, como eran conservadores, se lo tenían merecido. El concejal en cuestión es progresista, y según todos los indicios “escrachear a un progresista” es un sintagma inconcebible.
Como consecuencia, parece que algunos se han percatado de que el escrache no es ese benéfico mecanismo de expresión del descontento popular que tanto rédito propagandístico les reportó en los últimos años. Parece ser que sufrirlo en sus propias carnes les ha convencido (a algunos por lo menos) de que el acoso o el amedrentamiento es un acto deplorable, incompatible con una democracia madura y responsable. Tarde y mal, pero se han dado cuenta. La señora Laura Pérez Ruano, sin ir más lejos, ha manifestado que los escraches son malos se hagan a quien se hagan.
Pero no pequemos de ingenuos. También podría ocurrir que los escraches sean una realidad multiforme, un acto cuya bondad o maldad depende de a quien se le administre. Según este esquema, escrachear por la diestra sería un acto reivindicativo de elevada calidad democrática, y un ejemplo de ciudadanía, de compromiso cívico y de libertad de expresión. Por el contrario, escracheaar por la siniestra sería no solo incompatible con el elevado concepto de escrache, sino además un delito de lesa progresía, además de un acto propio de fascistas.
Me temo que esta última hipótesis, la de la realidad multiforme y la calificación “según convenga”, es la que de verdad opera en estos días. Si así fuera, estaríamos frente a un intolerable ejercicio de cinismo.
Alfredo Arizmendi
Médico y miembro de Sociedad Civil Navarra