Fobias y latrías

Fobias y latrías

El «Tesoro de la lengua castellana o española», de Sebastián de Covarrubias (Madrid 1611), recoge la voz «latría», dándole el significado de “reverencia, obsequio y servidumbre que se debe solo a Dios”. No es palabra que se use ni mucho ni poco, salvo a modo de sufijo, y esto casi exclusivamente en la voz “idolatría”.

Lo contrario ocurre con las “fobias”. Las hay para todos los gustos. Originalmente describen trastornos psiquiátricos de ansiedad. El manual DSM-5 las define, resumidamente, como “aparición de miedo o ansiedad intensos y persistentes, prácticamente inmediata e invariable respecto a un objeto o situación específica, que se evitan o soportan a costa de intenso miedo”. Dichos objetos o situaciones especificas son variadísimos: las alturas, las arañas, volar (y si: también los dentistas). Quede explicitado el componente patológico de las fobias y resérvese la idea para más adelante, que es importante.

El mundo de las fobias se está ensanchando mucho. Si antes se limitaban a su original terreno de la patología, ahora se adueñan también del debate político. Así se nos está llenando el panorama de otro tipo de fobias, aunque algunas ya de prolongado historial: la xenofobia, la homofobia, la transfobia, la LGTIfobia, la islamofobia, la aporofobia y la euskarafobia, que ha reinado indiscutida en los últimos meses.

El recurso a mentarle la fobia al adversario es tan vulgar que casi sonroja. La etiqueta no busca siquiera clasificar. Busca zanjar el debate por la vía de la descalificación. ¿De qué tengo que hablar con usted, si ya lo he reputado como un xenófobo impresentable? ¿Como voy a valorar ni uno solo de sus argumentos, por elaborados o fundamentados que estén, si ya hemos decidido y pregonado que es usted un euskarófobo de manual?.

La trampa lógica que se utiliza es pueril. Usted es, pongamos por caso, un xenófobo en la medida en que se atreve siquiera a discutir mis puntos de vista, que como todo el mundo sabe son la Verdad Revelada. Las únicas opciones para no ser etiquetado son estarse callado o unirse a la opinión dominante sin atisbo de crítica. Lo que se dice un paraíso cívico.

No pongo en duda la existencia de casos en que la aplicación del calificativo esté mas que justificada. Pero la soltura con la que se distribuye me hace sospechar que casi siempre es por motivos bastardos. Por maldad. Por comodidad. Por pereza intelectual.

Porque es tan sencillo, tan cómodo lo de la etiqueta… Debe de resultar muy sedante eso de aparcar al adversario en el cajoncillo de lo patológico o incluso de lo predelincuencial. A base de colgar etiquetas, como si fuera una camisa, se acaba alienando al adversario. Ya no es alguien que tiene una determinada posición y la expone y defiende. Es un “algo”. Algo que, por haber sido incluido en el campo semántico de las fobias, es considerado anómalo o patológico, potencial objeto de tratamiento o reeducación. Una jugada redonda… si los demás nos dejamos calificar y amedrentar.

Hay una cuestión que no quiero dejar pasar. Hace ya tiempo traje a estas mismas paginas el concepto de “transferencia de sacralidad” (El pimpampum anticatólico, 24-3-2016). Según este principio las características de sacralidad que antaño se le atribuían solo a Dios son transferidas a otra realidad (la nación, la patria, la lengua, el partido, la bandera…). Con ellas se transfieren los rituales, la retórica, la estética, y también el sentido de pertenencia a una comunidad que tradicionalmente se asociaban a las religiones organizadas.

Me pregunto, y lo dejo aquí como fermento de futuras reflexiones, si tras lo que algunos machaconamente ven una fobia ajena no se encuentra, en realidad, una latría propia, una sacralización o totemización (da igual si es de la lengua o la nación o la bandera o cualquier otra cosa), frente a la que la indiferencia o la crítica ajena resultan intolerables.

Una latría poco dispuesta a tolerar a quienes no adoptamos la nueva fe, o no mostramos la suficiente devoción, o no secundamos todos los preceptos. O simplemente la consideramos una ridiculez.

Una latría en competencia casi darwiniana con otras de signo distinto, pero de pulsiones equivalentes.
Una latría con sus fiestas de guardar.
Una latría con sus diezmos, sus óbolos y sus limosnas. Con sus jerarquias y sus sacerdocios.
Una latría con sus ortodoxos, sus heterodoxos, sus fieles y sus infieles.
Una latría, lamentablemente, con sus inquisiciones, sus autos de fe y sus fuegos purificadores.

Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología y miembro de Sociedad Civil Navarra

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