“Un alemán trepa por la fachada del edificio más alto de Barcelona para cazar un pokemon”. “Un conductor choca contra la policía mientras cazaba pokemons”. “La policía edita una guía para cazar pokemons de manera segura”. Son solo alguno de los titulares que encontramos estos días en los medios de comunicación y en las redes sociales sobre el último fenómeno de consumo masivo: la fiebre del videojuego Pokémon.
Si tenemos en cuenta que el famoso Pokémon no es otra cosa que un dibujo animado cuyo diseño representa a un conejo regordete amarillo con mofletes de color rojo, hay argumentos más que suficientes para afirmar que el alemán es un perfecto imbécil suicida y que el conductor del coche es un estúpido irresponsable. Pero dejando el chiste fácil a un lado, el escalofrío viene cuando se lee que el chico responsable de la masacre de Munich manejaba con destreza la pistola con la que asesinó a nueve personas… por su afición a los videojuegos de combate cuerpo a cuerpo.
¿La combinación de un perfil psicológico inestable y violento y el consumo intenso de videojuegos puede llevar a una desconexión total con la realidad? ¿Estamos educando adolescentes y jóvenes que recurren a los videojuegos para escapar de una realidad áspera y dura que escapa a su control?
Hace un par de años la BBC entrevistaba al príncipe Harry de Inglaterra con motivo de su participación, dentro de su entrenamiento militar, en ejercicios de fuego real con aviones en la zona de Afganistán. Fue sorprendente escuchar, de boca del propio príncipe, como había disfrutado como copiloto artillero en un helicóptero Apache y como su experiencia con la PlayStation o Xbox le había dado una gran agilidad con los dedos hasta el punto de disfrutar con la experiencia afgana tanto como un videojuego. La única frase de empatía o de emoción llegó en los minutos finales de su intervención al afirmar que también era “consciente de que había muerto gente”.
Escalofrío.