“Alguna vez me avasalla la mentira impresa, cuando me bombardea desde todos lados, cuando son pocas, cada vez menos, las personas de mi alrededor que la ponen en entredicho, y al final ya nadie duda de ella”. En 1945, Víctor Klemperer era un judío converso fugitivo, superviviente del incendio de Dresde y de una docena de años de creciente opresión fascista. El régimen nazi le libró del exterminio por estar casado con una mujer aria. Durante esos años negros se impuso una labor: dar testimonio hasta el final. El resultado fueron unos diarios que constituyen una sobrecogedora acta notarial de la barbarie. Recopiló además, como filólogo que era, abundante información sobre los abusos lingüísticas del régimen, que compendió en el libro “Lingua Tertii Imperii”, del que tomo prestada la frase que abre esta reflexión.
No hace falta ser filólogo para ver que en Navarra y País Vasco se producen manipulaciones equivalentes del lenguaje en pos del adoctrinamiento político. Se escamotea la verdad, se manipula, se engaña, se disfraza la realidad y se tergiversa la historia. Sometido casi de continuo al impacto de falsedades, tópicos y eufemismos, el sentido crítico claudica. No es de extrañar que ante la avalancha, muchos acaben por flaquear y rendir pendones, sumándose alborozados al coro de sirenas. En una simple consideración de supervivencia social, es más fácil seguirle la corriente al que más chifla en la cuadrilla que hacer el papel de bicho raro… o quedarse solo.
Lo curioso es que el coro de sirenas suena bien. ¿Cómo no estar a favor de “dejar atrás el rencor y el enfrentamiento”? ¿Cómo no aplaudir con arrobo ante la idea de “facilitar el tránsito hacia la paz y la justicia”? Si a uno le ofrecen vivir en “una ciudad con una diversidad enriquecedora, que tiene como base el respeto y la convivencia, más allá de las diferencias personales y colectivas en cualquier ámbito”. ¿Cómo no regocijarse ante tanta bondad, ante tan generosa oferta? Los entrecomillados del párrafo anterior son citas textuales de una comparecencia de la izquierda abertzale en Pamplona, a mediados de septiembre. Son una muestra del discurso blanducho, casi remilgado, que sobre sí mismos han ido construyendo en los últimos años. No les han faltado corifeos: desde medios de comunicación progres a partidos políticos condescendientes y una profusa actividad en el fangal de las redes sociales. Todo ello ha generado un ambiente de tibia comprensión y anuencia aborregada. ¿Para qué tomarse el esfuerzo de recordar lo que hicieron, de analizar cómo son y cómo se comportan? El ser humano tiende a alejar de sí las experiencias dolorosas, y ya lo dice el refrán, “Agua pasada no mueve molino”.
En otro lugar Klemperer afirma: “Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo del tiempo se produce el efecto tóxico”.
No puede llevar más razón. Hemos oído desde hace años que este era un “hombre de paz”, que ese otro era un “soldado”, que el de más allá era un “patriota” y que todos juntos eran un “movimiento de liberación”. Claro que la sangrienta cotidianeidad del terrorismo estaba justo delante para dejar la mentira en evidencia (si uno quería ver la realidad).
Ahora, en una curiosa paradoja, la historia se la va llevando el viento y nos quedamos envueltos en un remolino de palabras falseadas. Un remolino denso en el que a quien denuncia apologías como las vistas en San Fermín de Aldapa se le mira raro, o se le llama carca, o se le recuerdan las virtudes de la libertad de expresión, mientras que a quien en su día tiró de gatillo se le dispensa el trato de los héroes.
Lo peor no es que las palabras así usadas envenenen, como afirmaba Klemperer. Lo terrible es que pueden inmunizarnos contra la verdad. Ya no es que una persona se vea obligada a pensar de cierta forma, atosigada por el ambiente dominante; es que puede que no vuelva a ser capaz de dar a los hechos y a las palabras su verdadero valor.
Casualmente llega a mis manos, cuando estoy acabando estas líneas, un titular de prensa que resume el núcleo de lo expuesto. Se refiere al juicio de la cúpula de Bankia por las tarjetas opacas. Al llegar, los acusados han sido recibidos por un grupo de preferentistas que coreaban el habitual surtido de consignas. Una de ellas dice lo que sigue: “Los de las tarjetas, peor que los de ETA”.
Parece ser que, en España, se ha conseguido que moralmente sea peor un estafador que un asesino. Sin quitarle a nadie el derecho a gritar lo que le venga en gana, creo que se ve quien va ganando la batalla de las palabras y el relato.
Alfredo Arizmendi Ubanell
Médico y miembro de Sociedad Civil Navarra
Artículo publicado el viernes 7 de octubre en Diario de Navarra