Una de las acciones más intensas de la brocha gorda ideológica del nacionalismo tiene como objetivo desdibujar la historia para utilizarla como una forma de justificación de sus actitudes presentes. Tal y como advierte el historiador Alvarez-Junco, el nacionalismo es hoy en día “el gran prisma deformador del pasado”. La educación en Cataluña representa el ejemplo más conocido de esta afirmación, pero no podemos soslayar lo que está ocurriendo también en Navarra.
De un modo descarado y sistemático, la imagen que se transmite del pasado de Navarra pone el acento en la cultura vasca como la única capa que conforma la conciencia colectiva de la navarridad y en la conquista de 1512 por la Corona de Castilla como el punto de inflexión fundamental en la historia de la Comunidad Foral. Todo ello en clave de agravio doliente con España y obviando, de modo intencionado que, desde 1515 hasta comienzos del siglo XIX, Navarra fue un reino separado, primero dentro de la Corona de Castilla y luego dentro de la Monarquía hispánica con sus propias Cortes, su Diputación del reino y sus tribunales de justicia.
Analizar los hechos antiguos con los ojos actuales es un despropósito que raya en lo absurdo. La Navarra prerromana era multilingüe y también multicultural. Transformar a los vascones -que no vascos- en una suerte de Estado único cuya capitalidad correspondía a la ciudad de Pamplona, supone ignorar que los vascones carecían de los tres elementos que conforman una entidad política aglutinante: territorio, población y poder.
Las fuentes arqueológicas nos hablan de la presencia de unos grupos humanos muy poco homogéneos y con un considerable grado de penetración de la influencia cultural y lingüística de celtas e iberos. Así, la concentración de poblados de la Edad del Hierro y la antroponimia de las estelas funerarias con nombres como Viriatus, Anbatus, etc. certifican un alto grado de celtización en el occidente de Navarra – la ribera de Estella y la parte que linda con Alava-. La presencia cultural y lingüística ibera se deja sentir sobre todo en la Navarra oriental (Sangüesa, Javier).
Los vestigios arqueológicos confirman también que Pompaelo, en los primeros siglos de nuestra era, fue la ciudad romana más importante del área pirenaica. Los numerosos restos de construcciones termales, calzadas y murallas de la Pamplona romana nos dibujan una trama urbana avanzada y compleja, con presencia además de una rica y variada cultura material (cerámica, sellos, monedas, etc.).
Los documentos del Archivo de Navarra también constatan que la administración del Reino de Navarra escribió primero en latín, luego en romance, y ya durante el siglo XV, se expresó en castellano, al igual que las élites nobiliarias y eclesiásticas. En definitiva, la lengua vasca antigua ya retrocedió de modo natural en Navarra a lo largo de toda la Edad Media. Cuatro siglos después, la llegada de la escuela pública al medio rural a finales del siglo XIX y la alfabetización en castellano serían claves para continuar con el retroceso, marcado además por la fragmentación dialectal del vascuence.
Otra de las improntas culturales que han marcado a Navarra ha sido, sin duda, la de Francia, por su proximidad geográfica y porque nada menos que cuatro de las siete dinastías que ocuparon el trono del reino de Navarra hasta 1512 fueron de origen francés: los Champagne, los Capetos, los Evreux y los Foix-Albret. Los usos y costumbres de la administración del Reino de Navarra tuvieron una inequívoca influencia francesa y su reflejo consiguiente en la lengua de la nobleza y de los funcionarios, el romance navarro, y en la arquitectura civil y religiosa.
Finalmente, nos quedan las innegables aportaciones islámicas y judías. La huella islámica está presente entre los siglos VIII y X, como así lo atestigua el cementerio localizado en la Plaza del Castillo con cerca de 200 individuos musulmanes orientados hacia la Meca, uno de los más antiguos del norte de España. Pero más significativa es, si cabe, la conocida vinculación consanguínea entre los Iñigo o Arista -el linaje familiar al que pertenecieron los caudillos del territorio pamplonés del siglo IX- con los Banu Qa- si, la familia árabe que dominó el sur de Navarra. La presencia de las juderías de Navarra quedó documentada ya en el año 1063, y su existencia se prolongó hasta su expulsión en 1498 por los reyes Juan de Labrit y Catalina de Foix.
El reduccionismo de las corrientes historiográficas nacionalistas, con el apoyo de una parte del mundo de la cultura que busca el agradable calor de la subvención, persigue, en definitiva, la imposición del relato de la vasquidad como la única impronta cultural en Navarra. Algo tan falso como peligroso por su objetivo final.
Elena Sola Zufía es licenciada en Filosofía y Letras y miembro de Sociedad Civil Navarra