La ley del silencio

La ley del silencio

Quien tenga unos años a sus espaldas y evoque los ominosos años vividos bajo ETA los recordará como tiempos en los que era mejor callarse. La prudencia recomendaba bajar la voz y mirar alrededor antes de expresar ciertas (solo ciertas) opiniones. Fueron años de suspicacias, de vigilancias y seguimientos, de vecinos que recababan información para mayor eficacia de la máquina asesina, de pavor a que una conversación cazada al vuelo por oídos entrenados y mercenarios terminara provocando un drama.

Esta situación no es privativa de los pueblos sojuzgados por el terrorismo. Las dictaduras operan de manera semejante, y no es casual. Mucha gente decidió no significarse, o mirar de refilón a la barbarie, quizá asumiendo que “algo habían hecho” quienes sucumbían ante las balas y las bombas, o que eran portadores de un pecado original -ser policía, militar, guardia civil o concejal de determinados partidos-.

Sería injusto repartir culpas retrospectivas por no haber hecho todo lo posible para evitarlo. Se suele decir que el miedo es libre, y el instinto de supervivencia es uno de los más poderosos. Sin embargo, hoy tenemos el deber de pensar y aprender de todo ello. ¿Cómo interpretar la categoría de víctima inocente, que tanto se utilizó desde todas las instancias, si no era en contraposición a la víctima “culpable”, en este caso culpable de existir? ¿Eran más inocentes los niños de la casa cuartel de Zaragoza que sus padres? Todavía hoy me pregunto hasta qué punto pudo ser dañina esa dualidad, aun vigente, de víctimas “lógicas” y víctimas “accidentales”; hasta qué punto esta distinción pudo sembrar en nuestra tierra la semilla de una “lógica del terror” que se resiste a desaparecer. Temo que me quedaré sin saberlo. La memoria es débil, máxime si es memoria manipulada.

Hemos oído tantas veces la palabra “normalización” que, por no cometerse ya delitos de sangre, creemos vivir en una situaciónde normalidad relativa. Y esto es rotundamente falso. Se pavonean entre nosotros, ufanos, muchos de los verdugos. Quienes brindaron entonces por sus atrocidades los promueven hoy como héroes populares. Son motivos suficientes para combatir lo que queda de la iniquidad moral en las que sumieron esta tierra. Que no es poco, dicho sea de paso. La ley del silencio es una de las más persistentes y dañinas herencias.

Existe y sigue funcionando, y lo hace con fuerza creciente. La ley del silencio se está imponiendo de dos formas diferentes; la una mediante el acallamiento y aplastamiento del que piensa de diferente modo, amedrentándolo, atemorizándolo, insultando, agrediendo o revolcándolo en el fangal de las redes sociales. Impidiendo, en una palabra, el ejercicio del derecho a expresarse en libertad. La otra, menos ruidosa pero más infame si cabe, consiste en el sometimiento a una agonía personal, social e incluso económica a personas cuya única culpa (¡magra culpa!) es no haber tenido en consideración el surtido de odios, rencores y monomanías imperantes en su ambiente.

En estos días pacíficos que nos dicen que disfrutamos, no recibirás un tiro, pero es posible que te caigan coces, o acabes reducido a un gueto personal, por obra y gracia de los odiadores a tiempo completo. Por desgracia existen lugares bien cercanos en los que estos mecanismos funcionan como un siniestro y preciso reloj. Ya se da por hecho, en los cenáculos del análisis social, que vivimos una época en que no importa que las cosas sean verdad: basta con que la gente se las crea y les remueva los instintos más bajos. Si para anular o matar civilmente a alguien hace falta mentir, se miente. Si hay que poner a las instituciones al servicio de dicha mentira, se ponen. Si hay que alimentar el resentimiento y contemporizar con el odio, se hace. ¿Qué importa pasar por encima de los valores, cuando se trata de aplastar personas? A todo ello podríamos añadir el yugo cada vez más ceñido y opresivo de la corrección política, que nos intenta condicionar hasta la manera de hablar (forma indisimulada de manipular nuestra forma de pensar).

¿Son demasiadas férulas para quien quiera transitar verdaderamente libre por la vida? Mucha gente expresa ya su hastío ante la algarada general, la indecencia institucional y la falta de modales imperante, y piensa seriamente en emprender un exilio interior, comprensible, pero que dejará definitivamente el campo abierto
a la barbarie. Pido desde estas líneas que reflexionen, que no lo hagan, que no sacrifiquen los valores de paz, justicia y libertad en pro de una comodidad que, de existir, será necesariamente pasajera, preámbulo de mayores infamias.

Pido desde aquí no evitar el vértigo de pensar y de hablar, porque de esa evitación nace el verdadero peligro, el peligro de callarse y de que otros piensen, hablen y actúen por nosotros.

Alfredo Arizmendi Ubanell es médico
y miembro de Sociedad Civil Navarra
Tribuna publicada en Diario de Navarra

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