La metástasis del odio

La metástasis del odio

Me siento a escribir estas líneas apenas repuesto de la lectura del comunicado de la banda terrorista ETA, fechado “en Euskalherria” a 7 de abril de 2017. Para quien no lo haya leído, se trata de una muestra más de esa escritura pretendidamente solemne a la que los nada dotados literatos de la banda nos tienen acostumbrados. Una mezcla de prosa revolucionaria setentera y ficción autojustificativa, con las tradicionales apelaciones al Pueblo Vasco (así, en mayúsculas) y la conveniente dosis de victimismo. Un monólogo de humor, si no fuera por el siniestro anagrama del hacha y la serpiente.

ETA: Una pesadilla a la que, a juzgar por las cosas que se leen en algunos sitios, vamos a tener que acabar dando un premio por desaparecer. A la mascarada del desarme la han bautizado con esa cursilería de “artesanía de la paz”, y al espectáculo se han sumado, como cabía esperar, personajes de toda laya -no vaya a parecer que algunos no se han revolcado lo suficiente delante de ETA-. En el comunicado, por supuesto no se habla de arrepentimiento. No se atisba ni un pellizco de contrición por el dolor causado. No se ofrece colaboración alguna para resolver los más de trescientos asesinatos cuyos autores no han sido determinados. No se pide perdón. Nada. Ni siquiera se asume la derrota.

Y lo cierto es que, tras décadas de intentar ponernos de rodillas, a ETA la han derrotado la firmeza del Estado de Derecho, de la justicia, de las víctimas, y de todos los españoles de bien que consideraban su existencia un baldón insufrible, pero que se cuidaron muy mucho de tomarse la justicia por su mano. Insisten los etarras (y se les jalea con desparpajo desde el moderantismo nacionalista y la izquierda desorientada) en que no haya vencedores ni vencidos. Como si la justicia y la razón no estuvieran de un lado, y solo de un lado. Como si no hubiera pasado nada. Como si sus actos criminales y la respuesta apabullantemente cívica de la sociedad española fueran de la misma catadura moral. Con ser grave que ETA pretenda semejante cosa, lo es mucho más comprobar que cuentan con la comprensión de ciertas instituciones.

Es pertinente recordar aquí la ocasión en que, tras una operación policial en Francia, un miembro del Gobierno de Navarra llegó a decir que “no creemos que sean actitudes de alegría y entusiasmo las que deban imperar”. ¿En función de qué cálculo puede no ser una alegría la puesta a disposición de la justicia de un delincuente, sea del tipo que sea? ¿Por qué lo que vale para un corrupto, un violador o un pederasta no ha de valer para un terrorista? Lamentablemente este discurso parece estar calando en una parte de la sociedad que, quizá por querer pasar página a toda prisa, corre el riesgo de no aprender lección alguna. Y eso es una irresponsabilidad grave.

Derrotada inapelablemente, a ETA le queda una baza postrera que jugar. Y es de las que puede hacer mucho daño, y durante mucho tiempo. Más allá de análisis académicos sobre el porqué de la existencia de la banda asesina, convendrán conmigo en que una condición necesaria para la aparición de ETA fue el odio. Se suelen analizar los mecanismos políticos, sociológicos e históricos, pero se obvia lo evidente: que hay que tener un odio ciego para hacer lo que hizo ETA durante tantos años. Un odio inconmensurable para cometer las atrocidades sangrientas que se cometieron y justificarlas como lucha por la libertad. ¿Desaparece ese odio con la entrega de armas, real o simulada? ¿Desaparece con la previsible disolución de ETA?

La evolución de la vida política y social española, me induce a ser moderadamente pesimista. La comprensión y condescendencia que en demasiados ámbitos se ha tenido con el terrorismo etarra ha generado una atmósfera de relativismo en la que todo vale por igual, y en la que el odio es una manera más de relacionarse con el prójimo.

Los efectos son visibles: el resurgimiento de la violencia callejera, la obsesión de determinados sectores políticos por “normalizar” el enaltecimiento del terrorismo sacándolo del Código Penal, la cada vez más frecuente aparición en redes sociales de comentarios que destilan un odio apenas disimulado, la imposibilidad de un ejercicio normal del derecho a la libre expresión (agresiones a sectores no independentistas en Cataluña, escraches a conferenciantes), etc.

Todo ello me hace suponer que el odio de ETA ha arraigado a modo de desventurado ejemplo y que debemos estar prevenidos ante la posibilidad de que, como ocurrió en Euskadi a mediados del pasado siglo, dicho odio se desboque y ETA logre una victoria final: haber dinamitado las normas de convivencia entre españoles.

Alfredo Arizmendi Ubanell es médico y miembro de Sociedad Civil Navarra

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