La nueva educación emocional sobre el terrorismo

La nueva educación emocional sobre el terrorismo

“Donde todos son culpables, nadie lo es”. La frase de la filósofa judía de origen alemán, Hanna Arendt, resume muy bien el objetivo final que persigue la nueva narrativa sobre ETA, potenciada de modo extraordinario en estos dos últimos años en Navarra por la presencia en las instituciones democráticas de quienes se niegan a condenar la historia del terror y justifican con piruetas retóricas los asesinatos de la banda terrorista.

La nueva educación emocional de los ciudadanos y, sobre todo, de los jóvenes, pivota sobre los elementos clásicos de la propaganda: un mensaje (el nuevo relato sobre ETA); unos emisores (políticos, periodistas, historiadores, intelectuales); un receptor (los ciudadanos); unos canales de comunicación (actos institucionales, redes sociales, carteles y pintadas, fiestas populares, conciertos, asociaciones, aulas de enseñanza, medios de comunicación, libros, etc.) y, finalmente, una frecuencia (repetición abrumadora del mensaje).

Basta hacer un rápido repaso de la actualidad cotidiana para encontrar estos ejemplos de la todopoderosa propaganda “oficial”, como el reciente homenaje de “reconocimiento y reparación” del Gobierno de Navarra que incluyó, sin ningún pudor, el nombre de varios miembros de ETA; las manoseadas frases como “todas las víctimas” o “todas las violencias”; “superar el conflicto”; los carteles de los carnavales de Pamplona; el próximo concierto del grupo Soziedad Alkoholika y sus polémicas letras, etc.

La nueva educación emocional necesita desvincular la cuestión moral de la memoria de las víctimas. Todos son considerados a la vez víctimas y culpables, lo que en la práctica les exonera de cualquier responsabilidad. Donde todos son culpables, nadie lo es.

Hoy más que nunca, la distinción entre unas víctimas y otras es necesaria, oportuna y obligada por la diferente intención y la distinta implantación de la violencia terrorista que las asesinó. Durante los años conocidos como los años de plomo, la convicción de que la eliminación física de los terroristas podía ayudar en la lucha contra ETA impulsó, de modo equivocado, la creación del Batallón Vasco Español y el GAL, y los abusos de una pequeña parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado.

Detrás de estos execrables asesinatos y abusos no había ningún proyecto político totalitario orquestado para desestabilizar la democracia y, de hecho, la respuesta fue la consolidación del propio Estado de derecho con la detención, juicio y condena de sus responsables por parte de otros funcionarios públicos. ETA fue una estructura temible que oprimió a toda la sociedad vasca hasta llevarla a una situación de miedo inimaginable y ninguna de las otras organizaciones terroristas tuvo el grado de implantación ni la fuerza alcanzada por ETA durante cinco décadas.

Otro elemento clave de la propaganda oficial es la aceptación acrítica del relato del “conflicto vasco”, el mito que justifica el terrorismo. ETA pretendió imponer su proyecto totalitario con el mito del conflicto vasco como agente legitimador de la violencia. A partir de esa guerra imaginaria, los etarras crearon una sangrienta realidad de atentados y técnicas mafiosas de secuestro, extorsión, amenaza y propaganda para doblegar y atemorizar a los ciudadanos y sus instituciones. Los terroristas mataron por odio político a personas que tenían una visión distinta de la sociedad vasca, ajena a la idea del conflicto.

La identidad colectiva del pueblo vasco se conforma en el siglo XIX basada en la distinción foral, el catolicismo, la españolidad y el euskera. La anulación de los fueros gestó un sentimiento de pérdida que dio paso a la ideología del fuerismo. Después, a lo largo del siglo XX, el mito de las historias de derrotas continuadas sirvió para construir el imaginario de la víctima pura y perfecta: desde las derrotas carlistas a la derrota del 36, todas interpretadas como la voluntad del pueblo vasco de defender su autogobierno de la España centralista. Luego el marxismo de los intelectuales franceses y los movimientos de liberación nacionales en las antiguas colonias hicieron el resto para construir el mito del pueblo oprimido.

Los ciudadanos no podemos cerrar los ojos ante esta nueva educación emocional. La intensa operación cosmética de la ortodoxia oficial proyecta ante el bienintencionado ciudadano navarro una renovada y limpia imagen del viejo proyecto independentista que sirvió como base para el terror. De este modo, una vez neutralizado el significado político del terrorismo etarra, el de conseguir la independencia de Euskal Herria e imponer un proyecto ideológico totalitario, el debate público en instituciones y medios de comunicación sobre el independentismo se puede conducir sin que la delicada cuestión de las víctimas interfiera y lo contamine. No olvidemos nunca que la pluma y la espada pueden ser igual de efectivas.

 

Elena Sola Zufía,

licenciada en Filosofía y Letras y miembro de Sociedad Civil Navarra

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