Primero, porque sabemos que esos conceptos son construidos, artificiales, no en vano la Declaración Universal de los Derechos Humanos abre su articulado con la afirmación de que “todos los seres humanos nacen libres e iguales”.
Segundo, porque hemos experimentado una y mil veces en la historia lo peligroso que es anteponer esos conceptos a los derechos individuales —sí, siempre pierden los individuos—.
Tercero, porque como consecuencia de todo ello hemos concluido que solo es posible realizar esos derechos en el marco de la democracia, haya o no correspondencia entre Estado y nación.
Y cuarto, porque vemos que las identidades pueden ser múltiples y funcionar con toda naturalidad en niveles compatibles y simultáneos (catalán, español y europeo).
En el mundo hay unas 6.700 lenguas y 5.000 etnias, naciones o nacionalidades, según la definición que manejemos, y 195 Estados. Eso arroja una media de 34 lenguas por Estado (4,6 lenguas en la supuestamente muy homogénea Europa). Un embudo tan formidable solo puede resolverse con instituciones democráticas y derechos fundamentales, es decir, con “naciones políticas” donde, ahí sí, los ciudadanos se determinen libremente mediante elecciones regulares y Constituciones democráticas y puedan ejercer todos los derechos, individuales y colectivos, políticos y culturales, que les son propios. Para unos la pregunta es cómo realizar la nación catalana, para otros la castellana o la vasca. Pero si conviniéramos en que esas preguntas ya no tienen sentido, entonces la respuesta tampoco lo tendría.
Artículo de opinión de Elpais.com