La escena, por repetida, resulta intemporal. Dos cerriles españoles, en un paisaje yermo, se disponen a machacarse a garrotazos. La escena disgusta, pero tiene un extraño atractivo. Doloroso atractivo, por cuanto representa una de las más persistentes, nocivas e inexplicables venas de la idiosincrasia española: la de enfrentarnos los unos a los otros, incapaces de hacer otra causa común que destrozarnos.
No le hizo falta a Goya, cuando pintó la “Lucha a garrotazos”, recurrir a la sangre o a la muerte. Lo había hecho ya en “Los fusilamientos del 3 de Mayo”. Mas adelante, España se enredaría en un rosario de crueles enfrentamientos fratricidas cuyo recuerdo, para nuestra desgracia, sigue estorbando la convivencia. A quien esto escribe, la contemplación de aquella pintura le produce una incómoda sensación de cercanía, de cosa no del todo pasada; de herida siempre a punto de reabrirse. No me cabe duda: por España sigue vagando la sombra de Caín.
La sociedad española lleva años mostrando síntomas preocupantes de desmoralización y de discordia. Nunca hemos sido, aparentemente, tan solidarios como ahora. Nunca ha habido tantas ganas de abrazar causas de la más diversa índole. Nada habría que objetar, por supuesto, siempre que fuera la materialización de un fondo ético general y no un espasmo de buenrollismo.
Sin embargo, es un hecho incontestable que el ambiente se ha enrarecido hasta extremos preocupantes. Los cuadros de desavenencia, gresca y violencia se repiten por doquier. Puede ser una inocente competición deportiva juvenil en la que los padres de las criaturas acaban a mamporrazos, o una concentración de exaltados militantes que prorrumpen en denuestos y conatos de zurra, o la colección de insultos, agresiones, violaciones, acosos, desapariciones y homicidios que nos amargan las sobremesas.
¿Qué nos ha ocurrido?. Se habla mucho de la crisis de valores, sin que a veces quede muy claro de qué valores se habla. Que la compasión y la decencia están en horas bajas es evidente. Que el respeto al prójimo no es moneda corriente salta a la vista. A todo ello se añade que mucha gente ha perdido (si acaso la tuvo) la capacidad de autocontrol, la conciencia de hasta dónde se puede llegar en lo que se dice o hace. Solo así se explica que, antes que avergonzarse, haya quien se regodee en la comisión y exhibicionismo de presuntos delitos. Hemos visto algún caso flagrante en los últimos meses, ahora en pleno procedimiento penal.
Se nos han dado la vuelta los esquemas. Ahora el que “triunfa” es el que suelta las barbaridades más gruesas, el que blasfema con más brío, el que abraza con más gana el extremismo… o simplemente el que más grita o el que más “se sobra”. Quien pretenda introducir un punto de cordura o reflexión será relegado al cajón de los tibios o al de los pusilánimes.
Por si fuera poco, desprestigiada como está la visión individualista de la vida (confundida erróneamente con egoísmo), se prefiere ir en manada, o amparado por las diversas formas de anonimato tecnológico. Hay individuos que se creen así eximidos de dar cuentas de sus actos, desatando el salvaje que llevan dentro. ¿Hay esperanza?. Tal como pinto el panorama, diríase que no, pero conviene no desesperarse. No son estos los peores tiempos de nuestra Historia, aunque por afectarnos directamente pudieran parecerlo. Hemos mejorado mucho, y hemos llevado, en general, una trayectoria ascendente en bienestar y civilidad. Lo que estamos viviendo puede alentar el temor a que esa trayectoria se este truncando, pero no es un destino ineluctable. Sigue habiendo una mayoría de gente decente. Silenciosa quizá, pero decente.
Ante todo hay que perseverar en la convicción de que sólo a través de la concordia y de la tolerancia bien entendida se puede llegar a una sociedad plena. Tolerancia entendida no como pasiva aceptación de lo que hay (un error que ha hecho mucho daño), sino a la manera orteguiana, como “proyección en lo político de la cualidad individual que llamamos buena educación”.
A ello hay que unir un afilado espíritu de crítica. Constructiva, si se quiere, pero crítica al fin y al cabo. Una de las peores actitudes es considerar que determinados actos son “lo normal”, solo porque son habituales, o que por el hecho de que no nos afecten directamente no resultan perjudiciales para toda la sociedad.
Y paciencia, mucha paciencia. Poco debe importar que parezca que se predica en el desierto. Siempre habrá, no lo duden, oídos dispuestos a escuchar, y mentes preparadas para recoger el mensaje. Solo es cuestión de atreverse.
Carta publicada en Diario de Navarra el jueves 13 de octubre de 2016
Alfredo Arizmendi
Médico y miembro de Sociedad Civil Navarra