Los ‘peros’ y la libertad de expresión

Los ‘peros’ y la libertad de expresión

El lector se habrá percatado de que, cada vez con más frecuencia, quien pretende terciar en alguna conversación sobre un asunto de actualidad comienza con la perífrasis “Yo no soy… pero…”. Póngase en los puntos suspensivos lo que se tercie en cada ocasión: machista, racista, nacionalista español, facha… También cuadra alguno de los “-fobos” que surgen como hongos: homófobo, LGTIfobo, transfobo, euskaráfobo, islamófobo, etc. Hemos interiorizado, para nuestra desgracia, que cualquier discurso o argumentación que contravenga el canon políticamente correcto tiene que ser incoado con una disculpa previa, como si tuviéramos que ir exhibiendo una ejecutoria de hidalguía que nos libre de una postmoderna Santa Inquisición con sus correspondientes autos de fe.

Algo de esto había en un sucedido que viví hace ya muchos años, cuando el propietario de una castiza casa de comidas del burgo de San Cernin, en plenas fiestas, llamó a la Policía Municipal para que se llevaran a un individuo. El buen hombre se me justificaba diciendo “Yo no soy xenófobo, pero el franchute me ha robado”. Se conoce que no estaba muy convencido de que se fueran a llevar al ladrón, y no a él. Entonces me llamó la atención. Hoy, lo de poner el descargo delante de la explicación sale por reflejo, y casi sorprende encontrarse con quien exponga su argumento sin semejantes cautelas. Con todo el cabreo que llevaba, aquel hombre era un precursor.

El problema es que esta dinámica disculpatoria está estrechando el campo discursivo a ojos vista. Si consideramos todos los posibles discursos o líneas argumentales como elementos distribuidos sobre una superficie, es evidente que se están generando islas, o más bien áreas de exclusión argumental. Siempre ha sido norma de prudencia no hablar demasiado alto sobre determinados asuntos. Pues bien: esos “determinados asuntos” se han multiplicado, ocupan cada vez más extensión en el campo discursivo, y van dejando libres apenas unos intersticios en los que con cierta comodidad se pueden manejar algunas obviedades y lugares comunes.

Pongamos un ejemplo. Ha resultado particularmente interesante la intervención de María Dolores de Cospedal en el affaire del máster de Cristina Cifuentes. La ministra comentó en Twitter (¡¡cómo no!!), que las criticas a Cifuentes eran, entre otras cosas, “machistas”. Hay una serie de evidencias incontrovertibles: Cristina Cifuentes es mujer, ha habido cierta confusión con su máster, y en tanto que cargo público, tal confusión puede adquirir una relevancia mayor. Cospedal intenta salvar a Cifuentes de la peor manera posible. Pretende ponerla a resguardo en uno de esos espacios protegidos, de esas vacuolas del campo discursivo. No se puede cuestionar a Cifuentes porque es mujer, y como todo el mundo sabe cuestionar a una mujer (incluso si fuera con fundamento) es de machistas y está, por lo tanto, fuera de lo aceptable. Lo malo es que el cierre que Cospedal pretende no es válido por un doble motivo.

En primer lugar, no resuelve el fondo de la cuestión, cosa que sería de agradecer. De momento, las explicaciones de la propia Cifuentes tampoco parecen satisfactorias, pero al menos lo intenta. En segundo lugar, supone asumir la existencia de los amplios campos de excepcionalidad de los que hablábamos al inicio. ¿Tendremos que interesarnos por el máster de Cifuentes diciendo “Yo no soy machista, pero creo que conviene que aclare lo que pasó”? No sería de recibo tener que interpelar a un político gay a la voz de “Señoría, yo no soy homófobo, pero permítame decirle que su gestión ha sido funesta”. Confío en que no hayamos llegado a ese extremo, porque para preguntar de ciertas maneras quizá sea mejor no preguntar.

Como bien dice Cospedal en el mismo tuit, en política no todo vale, pero hay cosas que valen todavía menos que otras. Se le hace un flaquísimo favor a la sociedad cuando se asume y se acepta sin discusión esta reducción del campo discursivo. Se supone que vivimos una pujanza del derecho a la libertad de expresión, pero hemos aceptado con demasiada facilidad que esa supuesta libertad se ejerza en un campo muy limitado. Que tal limitación haya sido codificada e impuesta casi completamente por instancias ideológicas, culturales e incluso académicas muy concretas es comprensible, puesto que se les ha dejado vía libre para ello. Que los demás hayamos tragado el cebo y andemos, en plan Cospedal, bailando al son que nos tocan y esforzándonos por ser más políticamente correctos que nadie… eso es lo que no se puede entender.

Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología y miembro de Sociedad Civil Navarra

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Los ‘peros’ y la libertad de expresión

El lector se habrá percatado de que, cada vez con más frecuencia, quien pretende terciar en alguna conversación sobre un asunto de actualidad comienza con la perífrasis “Yo no soy… pero…”. Póngase en los puntos suspensivos lo que se tercie en cada ocasión: machista, racista, nacionalista español, facha… También cuadra alguno de los “-fobos” que surgen como hongos: homófobo, LGTIfobo, transfobo, euskaráfobo, islamófobo, etc. Hemos interiorizado, para nuestra desgracia, que cualquier discurso o argumentación que contravenga el canon políticamente correcto tiene que ser incoado con una disculpa previa, como si tuviéramos que ir exhibiendo una ejecutoria de hidalguía que nos libre de una postmoderna Santa Inquisición con sus correspondientes autos de fe.

Algo de esto había en un sucedido que viví hace ya muchos años, cuando el propietario de una castiza casa de comidas del burgo de San Cernin, en plenas fiestas, llamó a la Policía Municipal para que se llevaran a un individuo. El buen hombre se me justificaba diciendo “Yo no soy xenófobo, pero el franchute me ha robado”. Se conoce que no estaba muy convencido de que se fueran a llevar al ladrón, y no a él. Entonces me llamó la atención. Hoy, lo de poner el descargo delante de la explicación sale por reflejo, y casi sorprende encontrarse con quien exponga su argumento sin semejantes cautelas. Con todo el cabreo que llevaba, aquel hombre era un precursor.

El problema es que esta dinámica disculpatoria está estrechando el campo discursivo a ojos vista. Si consideramos todos los posibles discursos o líneas argumentales como elementos distribuidos sobre una superficie, es evidente que se están generando islas, o más bien áreas de exclusión argumental. Siempre ha sido norma de prudencia no hablar demasiado alto sobre determinados asuntos. Pues bien: esos “determinados asuntos” se han multiplicado, ocupan cada vez más extensión en el campo discursivo, y van dejando libres apenas unos intersticios en los que con cierta comodidad se pueden manejar algunas obviedades y lugares comunes.

Pongamos un ejemplo. Ha resultado particularmente interesante la intervención de María Dolores de Cospedal en el affaire del máster de Cristina Cifuentes. La ministra comentó en Twitter (¡¡cómo no!!), que las criticas a Cifuentes eran, entre otras cosas, “machistas”. Hay una serie de evidencias incontrovertibles: Cristina Cifuentes es mujer, ha habido cierta confusión con su máster, y en tanto que cargo público, tal confusión puede adquirir una relevancia mayor. Cospedal intenta salvar a Cifuentes de la peor manera posible. Pretende ponerla a resguardo en uno de esos espacios protegidos, de esas vacuolas del campo discursivo. No se puede cuestionar a Cifuentes porque es mujer, y como todo el mundo sabe cuestionar a una mujer (incluso si fuera con fundamento) es de machistas y está, por lo tanto, fuera de lo aceptable. Lo malo es que el cierre que Cospedal pretende no es válido por un doble motivo.

En primer lugar, no resuelve el fondo de la cuestión, cosa que sería de agradecer. De momento, las explicaciones de la propia Cifuentes tampoco parecen satisfactorias, pero al menos lo intenta. En segundo lugar, supone asumir la existencia de los amplios campos de excepcionalidad de los que hablábamos al inicio. ¿Tendremos que interesarnos por el máster de Cifuentes diciendo “Yo no soy machista, pero creo que conviene que aclare lo que pasó”? No sería de recibo tener que interpelar a un político gay a la voz de “Señoría, yo no soy homófobo, pero permítame decirle que su gestión ha sido funesta”. Confío en que no hayamos llegado a ese extremo, porque para preguntar de ciertas maneras quizá sea mejor no preguntar.

Como bien dice Cospedal en el mismo tuit, en política no todo vale, pero hay cosas que valen todavía menos que otras. Se le hace un flaquísimo favor a la sociedad cuando se asume y se acepta sin discusión esta reducción del campo discursivo. Se supone que vivimos una pujanza del derecho a la libertad de expresión, pero hemos aceptado con demasiada facilidad que esa supuesta libertad se ejerza en un campo muy limitado. Que tal limitación haya sido codificada e impuesta casi completamente por instancias ideológicas, culturales e incluso académicas muy concretas es comprensible, puesto que se les ha dejado vía libre para ello. Que los demás hayamos tragado el cebo y andemos, en plan Cospedal, bailando al son que nos tocan y esforzándonos por ser más políticamente correctos que nadie… eso es lo que no se puede entender.

Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología y miembro de Sociedad Civil Navarra

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