La realidad que percibimos ¿es verdadera o es una apariencia?. Sabemos que todo cuanto conocemos es la representación que del universo se forma en nuestra mente, tras ser procesado por los sentidos y el cerebro. Así por ejemplo, el color azul no existe hasta que el sistema funcional que llamamos “visión” no opera sobre un fenómeno físico previo (una radiación electromagnética de una determinada longitud de onda). Esta tesis sustancia mi reflexión sobre nuestro conocimiento de las personas.
La representación mental de una persona depende de cómo nuestra mente procesa la información recibida. Pero, a diferencia de los fenómenos físicos y naturales, importa además la versión de sí misma muestre dicha persona. En otras palabras: una piedra no puede influir sobre la manera en que la percibimos, no puede decidir aparecer más o menos dura. Una persona sí puede hacerlo. Cuando dicha persona tiene relevancia política, su capacidad de manipular o modificar nuestra percepción se acrecienta, debido a la exposición en los medios de comunicación. Llegados a este punto, se producen injustificados fenómenos de mitificación.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su cuarta acepción, define “mito” como “persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene” ¿Son esas cualidades consecuencia de una percepción distorsionada, o de una imagen pública eficazmente gestionada?. No les quepa duda. Ejemplos hay, y bien próximos, de presuntas eminencias cuidadosamente “construidas” desde hace lustros. De hecho, no hay político de cierto peso que no tenga ya sus asesores de comunicación, su coach o su gestor de presencia en internet… Un regimiento de nuevos profesionales para generar un producto vendible. ¿Para ganar votos?. Por supuesto, pero a través de un carisma inventado.
El carisma es un ente escurridizo. No se tiene carisma porque sí, como se tienen nariz o uñas. En parte depende de la predisposición de los demás a percibir a un determinado sujeto como carismático. Esa predisposición puede generarse mediante campañas de comunicación cuidadosamente diseñadas. Un líder carismático arquetípico, como Hitler, lo era en grado sumo para millones de personas predispuestas. Para otros, en cambio, no era más que un fantoche sin otro talento que una retórica ruidosa, llena de tópicos y resentimiento. Presentado con estomagante insistencia como “Salvador de Alemania” en un momento de postración, en una nación necesitada de referentes, y con una precisa estrategia de construcción del personaje, secuestró la voluntad de gentes razonables que normalmente lo hubieran considerado lo que realmente era: un espantajo.
Sin llegar a tales extremos de alucinación colectiva, vivimos situaciones en las que operan resortes similares a los expuestos en los párrafos anteriores. Padecemos el insistente aporreamiento mediático sobre las virtudes de este diputado, ese candidato o aquella presidenta. El aporreamiento es multiplicado hasta el paroxismo por unos prosélitos hiperactivos en redes sociales, zascandiles de cuadrilla y corros de todo tipo. Tal es el grado de embobamiento, que al mito en ciernes se le elide el apellido, refiriéndose a él (o a ella) por el nombre de pila, como si fuera de la familia. Al que ose comentar que la cosa no es para tanto se le acusará como poco de apostasía. Pocos se atreverán a hacer la pregunta fatídica: ¿a santo de qué semejante veneración?¿No irá el Emperador desnudo, como en el cuento de Andersen?.
Ahora que todo el mundo habla de valores y compromisos cívicos, es momento de traer a colación el deber de hacerse preguntas, y el de intentar responder con sentido crítico. Una de esas preguntas es si esos hombres y mujeres valen lo que nos cuentan que valen, o si por el contrario no son más que productos de una calculada impostura y de una opinión pública reacia a pensar por sí misma.
Hagan la pregunta. Respondan analizando lo que hay frente a sus ojos. No se plieguen la opinión dominante, o lo a la del que más ruido lleve en el entorno de cada cual. Verán que demasiadas veces ese carisma, ese liderazgo, esas cualidades míticas que con tanta soltura atribuimos a ciertos sujetos carecen de fundamento. Que lo que pasa por firmeza a veces no es más que soberbia. Que cierta retórica pretenciosa es solo un parloteo sin sentido, tinta de calamar para disimular la falta de sustancia, cuando no de principios. Se toma por espontaneidad lo que no son sino malos modales; la juventud suele venir acompañada de la bisoñez y la veteranía no siempre es un grado.
Háganse las preguntas y busquen las respuestas. Descubrirán, en definitiva, que bajo toda esa cubierta de carisma y cualidades míticas, el Emperador (y la Emperatriz) casi siempre van desnudos.
Alfredo Arizmendi
Médico y miembro de Sociedad Civil Navarra