En cierta ocasión Jordi Pujol le preguntó al filósofo Ferrater Mora por la opinión que en Estados Unidos tenían de Cataluña. El filósofo le vino a decir que, de Cataluña, en Estados Unidos, no sabían ni por dónde quedaba. El ex honorable se mosqueó y preguntó que a ver qué se podía hacer para acabar con semejante dislate, a lo que Ferrater respondió “Mire resident, para eso un terremoto nos podría venir bien”.
A veces, la única manera de entrar en el mapa o en la Historia es que a uno le ocurra una desgracia. El nacionalismo -todo nacionalismo-, entiende la vida como una eterna sucesión de ocasiones para hacer lo único que sabe: procurar satisfacción a sus crecientes necesidades de autobombo. Solo un iluso pensaría que los atentados del 17 de agosto iban a librarse de esta pulsión estupradora de la realidad. Como buen monomaniaco, el nacionalismo catalán entendió que atentados eran un motivo como otro cualquiera para publicitar la triada de estelada, “prusés” y antiespañolismo. No deja de ser aquello de lo que hablaba Ferrater Mora, solo que aplicado a una muy parcial visión de lo que es Cataluña (la visión independentista) y aprovechando sin miramiento ni compasión la sangrienta carnicería provocada por unos fanáticos.
En cierto momento dio la sensación de que la gestión de los atentados por parte de las instituciones autonómicas se presentaba como una “mayoría de edad antes de nacer”, la demostración de que Cataluña está en condiciones de asumir la independencia. Al cabo de unas semanas, cabe preguntarse si las alabanzas iniciales no fueron, además de precipitadas, orientadas a generar esta imagen de suficiencia. Lo que vamos sabiendo me hace preguntarme si, al igual que en 2004 Rubalcaba clamaba por “un gobierno que no nos mienta”, alguien debería clamar ahora por un Govern que diga, aunque sea tarde, la verdad.
Hemos presentado la pulsión nacionalista por arrimar cualquier ascua a la sardina de la nación constituida en valor supremo y absoluto. El dramatismo de lo ocurrido en Barcelona y Cambrils deja en la sombra algún episodio previo que, más chusco que otra cosa, tiene la misma línea argumental que hemos expuesto. ¿Cómo interpretar, si no, la segunda muerte que le quisieron endosar a Antonio Machado en Sabadell?
La aplicación de la Ley de Memoria Histórica ha supuesto, entre otras cosas, una pequeña revolución en el nomenclátor, eliminando los nombres de reminiscencia franquista. Nada que objetar, si se trata del estricto cumplimiento de una ley. Como bien saben, el Ayuntamiento de Sabadell acometió el donoso escrutinio del callejero para determinar qué calles deberían cambiar de nombre. Conviene que estas cosas las haga un experto, no un concejal, así que le pasaron el encargo a un historiador que, ¡ya es casualidad!, también era activista independentista.
Limpiar el callejero de Sabadell fue una oportunidad magnífica para intentar colar, de paso, una limpieza cultural a la que la Ley de Memoria histórica ni obliga, ni falta que nos hace. Oportunismo, siempre el oportunismo nacionalista para colar de rondón, a la primera de cambio, una dosis de lo suyo. Habló el experto, y fueron puestos en la picota Machado (franquista de manual, como bien sabemos), Góngora y Goya (que, por lo visto, debieron de ser alféreces provisionales en la batalla del Ebro). Entre el guirigay que se organizó y la evidencia de que hay cosas más importantes de las que ocuparse, el Ayuntamiento no tuvo más remedio que dejar a Machado donde está (“Se queda”, dijo el alcalde, usando la frase del pensador catalán Gerard Piqué) y cajonear – de momento- el informe del experto activista.
En la vorágine de la nación absolutizada, donde el oportunismo y la manipulación no lleguen alcanzará la mentira. Para la autosatisfacción de las ansias nacionales vale todo: sólo hay que tener la desvergüenza suficiente. Tal es el caso del inefable Cucurull, que ganó cierta notoriedad por andar contando que Cristóbal Colón y Santa Teresa de Jesús eran catalanes de pura cepa, vilmente expropiados por la malvada Castilla. Siempre me llama la atención que estos revisores de la historia no descubran, pongamos por caso, que Jack el Destripador había nacido en Vilanova y la Geltrú. Apropiación indebida si, pero de tontos ni un pelo.
¿Tiene este viaje retorno? En cualquier caso, y como siempre, la solución pasará por asumir dos premisas. La primera es ejercer la libertad de pensar, y la segunda cumplir con el deber de no callarse. Hay voces individuales, como la de Albert Boadella, que han hecho y siguen haciendo un enorme servicio a estas dos causas. También entidades, como Sociedad Civil Catalana, que trabajan denunciando lo que he tratado de compartir con ustedes.
Mi preocupación mayor, no obstante, es que antes de que Cataluña recupere cierto sentido común lo perdamos todos los demás.
Alfredo Arizmendi, es licenciado en Medicina y miembro de Sociedad Civil Navarra.