El 7 de febrero participé en un encuentro en Barcelona titulado ‘Dialogar: la paraula/la palabra compartida’. La iniciativa partió del escritor Gabi Martínez y consistía en crear un espacio público donde conversar de manera reposada sobre la situación de Catalunya. Me acompañaban en la mesa los escritores y periodistas Jordi Puntí e Ignacio Vidal-Folch. El encuentro se celebró en la Biblioteca Jaume Fuster y lo moderó, con gran tino, Òscar Carreño. Los asistentes eran en su mayoría personas de más de cincuenta años, como suele ser el caso en casi todos los coloquios de sesgo político en los que he participado.
Cada uno expusimos un punto de vista diferente sobre conceptos ya muy desgastados por la retórica política, tanto en torno al tema vasco como en el presente catalán: equidistancia, diálogo, conflicto. No creo que dijéramos nada extraordinario ni que ofreciéramos ningún tipo de solución ante lo que los tres consideramos un deterioro de la capacidad de dialogar en el espacio público, pero creo que expusimos ideas interesantes desde ópticas muy diferentes, algunas claramente enfrentadas. Como siempre que participio en un coloquio con personas que son capaces de limar asperezas a través de un trato respetuoso, salí del encuentro con una doble sensación que, si no es contradictoria, sí me hace reflexionar sobre los límites de la comunicación. Por un lado noté que los tres, en algún momento de la discusión, conteníamos nuestro arrebato argumentativo en aras de una cordialidad que no queríamos romper (si mis compañeros de mesa leen esto y piensan lo contrario, espero que me corrijan), lo que contribuyó por una parte a la fluidez y el ambiente reposado del encuentro, pero también minó la posibilidad de profundizar en nuestros desencuentros. Y es precisamente de los desencuentros -cuando no terminan en ruptura o se convierten en monólogos paralelos- de donde se puede aprender. ¿Dónde está el límite del desencuentro y dónde empieza esa ruptura?
Después de una hora conversando, llegó el momento de ceder la palabra al público. No había preguntas, sólo comentarios que dejaron al descubierto lo difícil que es comunicar con eficacia y que te escuchen. Y, paradójicamente, los comentarios se centraron en la incomunicación, uniendo en una misma argumentación la cuestión lingüística y la falta de diálogo. Tengo que aclarar que el encuentro se realizó en castellano y catalán. Antes de subir al escenario hablamos de cómo nos sentíamos todos más cómodos. A mí me pareció bien que quien quisiera hablar en catalán lo hiciera, ya que puedo entender la gran mayoría de lo que se dice. Hubo dos mujeres que hicieron comentarios en castellano y expusieron que hay una brecha para ellas insalvable entre las dos partes del «conflicto», una de ellas defendiendo el castellano como la lengua de comunicación común. A esto respondieron otras dos mujeres en catalán. Una se quejó de la negativa de muchos castellanoparlantes a aprender el idioma, después de estar viviendo décadas en la región, y argumentaba que por qué ella iba a dejar de hablar su idioma por culpa de ellos. Otra señalaba cómo la cuestión lingüística se está usando como arma arrojadiza entre unos y otros y cómo esto constituye una perversión de la convivencia. No se lo pude decir en el momento, pero me pareció un comentario muy acertado. Siempre he admirado la capacidad de los catalanes de navegar entre las dos lenguas sin detrimento de la comunicación. Esta fluidez entre las dos lenguas y culturas (y por tanto entre dos formas de mirar, procesar y comunicar la realidad) ha sido imposible en Euskadi por la dificultad que entraña el euskera. Aunque esta fluidez se siga dado en el uso cotidiano, el recrudecimiento de la cuestión lingüística como herramienta de la batalla política -por parte de unos y otros- muestra cómo la incomunicación, la absoluta separación entre las dos concepciones de la realidad, es parte del proyecto político de los más radicales en los polos opuestos: aniquilar la capacidad de dialogar usando como estrategia el atrincheramiento en una sola lengua. Porque, ¿qué es atrincherarse en una lengua sino una forma de agresión? Yo no hablo tu idioma porque a tí no te da la gana aprender el mío y, desde el rencor que siento hacia tu actitud, me niego a comunicarme contigo en tu lengua, aunque la sepa. Y su reverso: yo no aprendo tu idioma porque deberías comunicarte en el mío, que es el de la mayoría y el que entiende todo el mundo y desde mi desprecio a tu posición minoritaria, impongo mi voluntad, que es política y afectiva. Así es fácil olvidar que el valor fundamental del lenguaje es la comunicación, no la defensa de una identidad, ni catalana ni española, y que cuando las lenguas se usan como forma de exclusión, agresión u ofensa a otra identidad, rompemos la sustancia misma que las conforma y toda posibilidad de comunicación.
Después de la intervención de la mujer que denunciaba el uso perverso de la lengua como arma política, un hombre, visiblemente enfadado, preguntó en castellano: «¿y esto es motivo para pedir la independencia?» Esa fue la única y última pregunta.
Se agotó nuestro tiempo.
Edurne Portela (Diario Vasco). Leer link.