El 24 de octubre de 2017, el ayunta- miento de San Andreu de Llavaneres declaró “personae non gratae” al Rey, al presidente y a la vicepresidenta de Gobierno de España, al delegado del Gobierno en Cataluña, a la líder de la oposición en el Parlament, y a otras personalidades de las que no me consta el nombre. Es digna de reseñar esa industriosidad, tan catalana, que permitió gestionar la declaración en bloque, ahorrando esfuerzos y recursos. Parafraseando a Francisco de Rojas Zorrilla, los de Sant Andreu no dejaron en gracia “del Rey abajo, ninguno”.
La declaración se fundaba en una petición firmada por trescientos convecinos. El censo de Sant Andreu de Llavaneres es de unos 10.000 habitantes, así que la petición fue endosada por sólo el 3% de la población. ¡Bendito “tres por ciento”, que aparece, como el número pi, cada vez que ingresa uno en el círculo catalán!
Recientemente, el Parlamento de Navarra ha rechazado otra solicitud de declaración de “persona non grata” contra la consejera de Infraestructuras del Gobierno Vasco, señora Tapia. La consejera dijo que lo de unir las tres capitales de la CAV con Pamplona era unir “cuatro capitales vascas” y que era una cuestión de “construcción nacional”. La consejera debió de confundir el suelo del salón con las verdes campas de Foronda, y en vez de dejarse las ansias constructivas a la entrada del acto prefirió aprovechar el momento para invocar La Causa. Fue un ejemplo de oportunismo, pero no de diplomacia.
Del ámbito diplomático procede la práctica de declarar a alguien persona non grata. La convención de Viena de 1961, sobre Relaciones Diplomáticas, reza en su artículo noveno que “El Estado receptor podrá (…) comunicar al Estado acreditante que el jefe u otro miembro del personal diplomático de la misión es persona non grata. (…) El Estado acreditante retirará entonces a esa persona o pondrá término a sus funciones en la misión”. En este contexto original, la declaración conlleva unas consecuencias jurídicas que en el ámbito parlamentario o municipal (o en cualquier otro) no existen.
Nadie pierde un derecho o prerrogativa por ser declarado persona non grata por un ayuntamiento o parlamento, aunque existen dudas sobre si el derecho al honor puede verse afectado, al ser el término “non grato” un juicio de valor sobre la persona en conjunto, y no sobre una determinada conducta u opinión.
Vistas así, las declaraciones de “persona non grata” no trascienden del nivel simbólico -que no es poco-. Podrían entenderse como un exabrupto institucional, como si el parlamento o el ayuntamiento dijeran: “Es usted un impresentable, pero se lo digo desde el respeto institucional, sin acritud y por mayoría”. Ya se sabe que cuando uno suelta un exabrupto se queda muy aliviado.
Sin embargo, estas declaraciones, si proliferan, serán un problema serio. En primer lugar, el exabrupto, por institucional que sea, intoxica el debate, y acaba envenenando las relaciones. Imaginen que un ciudadano es marcado con el sambenito del “non grato” con la consiguiente exposición pública. ¿Puede sentirse posteriormente coartado en su libertad de expresión, conciencia o actuación? ¿Puede ser esa declaración un aviso a navegantes para que el resto ande con ojo?.
He hablado de sambenito con intención. Las declaraciones de “persona non grata” son públicas. ¿Y si a alguien le diera por pasar de las palabras a los hechos y evidenciar a mamporrazos lo non grata que le resulta la persona en cuestión? Al Rey no le van a lapidar en Llavaneras ni a la consejera en Pamplona, principalmente porque no los pisan y porque la mayoría de la gente está civilizada y sabe distinguir. Pero la mayoría no son todos, y si la tendencia a colgar el sambenito de non grato se consolida y se extiende, estaríamos ante una nueva situación, con nuevos riesgos y funestas consecuencias para la libertad. Señalamiento e indefensión son un excelente caldo de cultivo para el mal, y el mal nunca es anecdótico.
Quizá estemos en el momento adecuado para que parlamentos, ayuntamientos y otras instituciones se dediquen de una buena vez a aquello para lo que están constituidos, y se autoimpongan un límite en esa creciente afición a juzgar y colgar estigmas a las personas, por más que sus opiniones les resulten fastidiosas a sus ilustres componentes.
Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología y miembro de Sociedad Civil Navarra