A finales de 1960 el gobernador civil de Vizcaya, José Macián, decretó el derribo de un caserón en la calle Ibáñez de Bilbao, frente a los jardines de Albia. El edificio había sido la casa familiar de los Arana-Goiri, y sede del PNV.
El franquismo, con tal decisión, pretendía arrancar al nacionalismo vasco uno de sus símbolos más poderosos: la casa del padre. No quedó de Sabin-Etxea piedra sobre piedra. Lo que vino después es conocido: el nacionalismo vasco siguió su historia –no siempre virtuosa-, gobernó Euskadi, recuperó los terrenos y edificó sobre ellos otra Sabin-Etxea, moderna y funcional, que alberga de nuevo la sede del PNV. Un éxito más de la política a golpe de piqueta.
Últimamente, al socaire de la aplicación de la Ley de Memoria Histórica, se vuelve a hablar de una hipotética demolición del que fue erigido como “Monumento de Navarra a sus muertos en la Cruzada”, coloquialmente conocido como “Los Caídos”. El controvertido procedimiento de exhumación de los restos enterrados en la cripta ha reavivado, en ciertos círculos, el interés por sacarse de encima el edificio. Hay quien cree que con su desaparición se alejarán fantasmas del pasado o se saldarán cuentas con la Historia. No seré yo quien les contradiga en cosa tan del fuero interno de cada cual.
El debate sobre la conservación de edificaciones debidas a regímenes dictatoriales o totalitarios no es nuevo, ni privativo de la España de la Guerra Civil y la dictadura de Franco. A Hitler, antes de destruir Europa, le dio por la construcción y la obra pública. A pesar de los daños causados por la guerra, varios edificios sobrevivieron y siguen hoy en uso, suscitando el mismo tipo de controversia. El gigantesco complejo vacacional de la KDF nazi en Prora, en la costa báltica, está siendo rehabilitado para albergar apartamentos turísticos. En Roma, las construcciones fascistas incluyen el palacio de la Farnesina, ideado como sede del Partido Nacional Fascista y que actualmente alberga el Ministerio de Asuntos Exteriores italiano. Por supuesto estos edificios, claramente funcionales, son más fáciles de “civilizar” que, pongamos por caso, un campo de exterminio. No es fácil conmoverse delante de una oficina.
En general, parece aceptarse la persistencia de ciertos edificios como elemento tangible de épocas oscuras de la Historia. En estos casos, los edificios –tras ser desprovistos de sus connotaciones o simbologías funestas- se constituyen en recordatorio, y no en homenaje. La razón de conservarlos no es mantener la exaltación, sino conjurar el olvido. En este sentido se expresa una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, en un caso similar al que nos ocupa: el de la “Cruz de los Caídos” de Vigo.
Volvamos al edificio de la Plaza de la Libertad. Me gustaría pensar que, cuando se abra el debate sobre su futuro, serán los argumentos, y no las pasiones, quienes marquen el compás. A priori, intuyo que cada cual se posicionará basándose en poco más que la preferencia personal. No obstante, hay muchos más factores en juego que la pura opinión, incluyendo los presupuestarios, que siempre pesan mucho.
Lo que preocupa es que una cuestión que se deberá dirimir con la ley en la mano, el máximo respeto por todas las partes, y una exquisita consideración con los elementos emocionales que implica, se convierta en un fragor de exabruptos cruzados. No sería la primera vez. El riesgo, en una sociedad tendente a polarizarse como la navarra, es alto, y las consecuencias podrían ser desagradables.
Hemos visto otras veces cómo algunos de los que ahora se postulan como herederos del legado republicano pretenden convertir a los demás en franquistas de nueva planta y, como tales, en objeto de invectivas, insidias y escarnio. Lamentablemente, en una causa legítima como es la reivindicación de víctimas y represaliados, hay quien ha visto un rio revuelto en el que pescar la redención de sus propias connivencias, bastante más recientes y también de triste recuerdo.
A pesar de lo grosero de la intención, cada vez que ha habido ocasión se ha repetido esta transferencia de responsabilidad, tan insistente como falaz. Si llegara el momento de tratar sobre el objeto de este artículo, dicha ocasión estaría servida una vez más, y me temo que sería arduo ceñirse al intercambio razonable de pareceres.
Aun así, el esfuerzo merece la pena, no solo por el destino final del edificio, sino por favorecer el normal desarrollo de la convivencia y la consideración debida a la memoria de todos. ¿Sabremos estar a la altura?
Alfredo Arizmendi
Médico y miembro de Sociedad Civil Navarra