El célebre valido de Felipe IV, Don Gaspar de Guzmán, conocido en razón de sus títulos como el conde-duque de Olivares, consideró que el año 1640 había sido el más desgraciado en la historia de la monarquía. La presión fiscal permitió durante un cierto tiempo mantener el esfuerzo de guerra pero dicha política de prestigio encaminada a mantener la hegemonía europea bajo control de la monarquía hispana se produjo justo en el momento más álgido de la crisis económica. Los problemas internos no se hicieron esperar y la rebelión de Cataluña abrió un ciclo en el que Portugal se separó de la monarquía española y se abrió el conocido como periodo de la crisis de la monarquía hispánica (1640-1665).
Durante los primeros meses de 1640 se produjo en las comarcas de nordeste de Cataluña un violento alzamiento armado popular contra los tercios que habían participado en la campaña del Rosellón. La Cataluña del momento se hallaba muy sensibilizada por el distanciamiento entre el gobierno real y las clases privilegiadas del Principado. Una vez expulsados los tercios, el descontento popular se dirigió contra los oligarcas locales, tachados de traidores.
El momento culminante del movimiento popular fue la jornada del Corpus (7 de junio de 1640), cuando una multitud calificada de segadores se adueñó de Barcelona y dio muerte al virrey, el conde de Santa Coloma. A partir de esa fecha, la administración real en el Principado entró en un proceso de disolución, mientras la agitación popular alcanzaba su apogeo, bajo la dirección de jefes anónimos o mitificados, como el llamado “maestre del campo catalán” o el “capitán general del ejército cristiano”. Mientras tanto la Generalitat o Diputación constituyó un embrión de gobierno, asumiendo la convocatoria de una Junta de Brazos (no podía llamarse Cortes, por no haber sido convocada por el monarca) que se reunió en el mes de septiembre. Bajo la dirección del diputado eclesiástico, el canónigo Pau Claris, los Brazos o estamentos autorizaban el reclutamiento de tropas para resistir una probable intervención armada del ejército real.
En paralelo, Claris inició negociaciones secretas con agentes franceses para conseguir ayuda militar. La intervención armada del ejército real, mandado por el marqués de Vélez Pedro Fajardo, antiguo virrey de Valencia con importantes señoríos en Cataluña como la casa de Requesens, precipitó los acontecimientos. Tarragona y Tortosa fueron ocupadas sin dificultad, pero la amenaza de una victoria militar de Olivares llevó a la Junta de Brazos a proclamar una república catalana, y ante la inviabilidad de la fórmula, a reconocer a Luis XIII de Francia como conde de Barcelona (enero de 1641). La derrota del ejército de los Vélez en la batalla de Montjuich (26 de enero de 1641) señaló el fracaso de la rápida intervención militar y significó la consolidación de la revuelta.
Las tropas de Felipe IV se mantuvieron en Perpiñán hasta 1642 y en Rosas hasta 1645. Las tropas franco-catalanas invadieron las vecinas comarcas aragonesas hasta el Cinca. Lérida fue una de las plazas fuertes más disputadas desde su adhesión a la revuelta en 1640. En 1642 el ejército real, mandado por un primo de Olivares, el marqués de Leganés, fracasó estrepitosamente en su intento de conquistar la ciudad. Finalmente Lérida pasó en 1644 a la obediencia de Felipe IV y resistió en los años siguientes los ataques del general francés Condé, el vencedor de Rocroi. En 1648-1650, los franceses ocuparon Tortosa, pero no pudieron tomar Tarragona. También se combatió por mar: los corsarios mallorquines luchaban contra franceses y catalanes.
A pesar de los solemnes pactos firmados en 1641 con Luis XIII (tratado de Peronne), la administración catalana autónoma quedo subordinada a los virreyes franceses. La base social del nuevo régimen se redujo progresivamente. La alta nobleza permaneció en su mayoría fiel a Felipe IV y se vio obligada a exiliarse; la mitad de los señoríos del Principado fue confiscado o concedido a partidarios de Francia. Aunque pueda parecer que la revuelta tuvo un marcado carácter antiaristocrático, lo cierto es que el régimen señorial no fue abolido y se produjo una generosa concesión de títulos de pequeña nobleza.
La oposición a los franceses crecía. En 1645 el virrey francés ordenó la detención del diputado eclesiástico por desafecto a la nueva situación (algo que no se había atrevido a hacer Olivares en 1640) y ejecutó a un miembro de la Generalitat o Diputación. A pesar de dicha oposición, la presencia francesa era fuerte y se mantuvo hasta 1652, año de la firma de un acuerdo entre la ciudad de Barcelona y el virrey de Felipe IV, don Juan José de Austria. La rendición de Barcelona trajo aparejada la de la mayor parte de los municipios.
El acuerdo se basaba en un pacto y un perdón que sólo excluía a los más declarados seguidores de Francia, quienes constituyeron o conservaron su gobierno en Perpiñán. El sistema político del Principado fue conservado en sus rasgos fundamentales, pero se introdujeron modificaciones significativas que permitían al monarca controlar indirectamente las instituciones autónomas y se fortaleció la presencia del ejército real. La permanencia de don Juan de Austria en Cataluña durante tres años le ganó un grupo de leales entre la nobleza catalana y le dio tiempo a desarrollar una importante labor política y militar en el norte del Principado, que fue asolado por guerras con Francia durante siete largos años.
La Paz de los Pirineos (1659) señaló el fin de la hegemonía española sobre Europa. Las cláusulas territoriales no fueron especialmente gravosas si se considera que los territorios cedidos a Luis XIV -el Artois y el Rosellón- estaban ya perdidos desde 1640; de todos modos, la pérdida del último territorio fue especialmente sentida en el Principado de Cataluña, ya que la comarca de la Cerdaña quedó artificialmente dividida. El matrimonio entre Luis XIV y la infanta española María Teresa, hija de Felipe IV, sentó la base de la futura entronización de los Borbones en España. Pero esa, es ya otra historia.