Si no fuera porque ya le conocemos, bien pudiera engañarnos y pasar por un tipo decente. No gasta las facciones de un Zabarte o un De Juana. Ni siquiera las de un Idígoras, a quien Marsé calificara en su día de “rostro mineral”. Visto ahí, en el cartel que le pergeñaron para su fallida candidatura a Lehendakari, se diría que es un cincuentón sin tacha. Sobre un fondo de un gris funcionarial, nada queda del atuendo oficioso del gudari. Americana oscura, camisa blanca, fuera el pendiente, todo formalidad.
Al pie, en colorido contraste con un conjunto más bien frío, se diría que un niño ha organizado sus piezas de colores para escribir un apellido: Otegi. Si algo sabe el radicalismo vasco es parasitar causas ajenas. Es conocida la afición a identificarse con cualquier pueblo oprimido allende la muga; Irlanda, el Sahara, Palestina, Sudáfrica… poco importa que las semejanzas sean superficiales. La sola mención de un “pueblo en lucha” agita el círculo abertzale en busca de solidaridades arrendadas.
El reciente intento de conversión de Otegi en el Mandela del Norte no es más que la quintaesencia de este proceder. No es ya la legitimidad –mayor o menor- de las causas lo que el abertzalismo trata de parasitar. Lo que busca es apropiarse del prestigio personal de los actores. Entre Otegi y Mandela, sin embargo, el parecido es tan vago que el simple intento mueve a risa. No. Por muy bien que lo envuelvan, no nada hay de Mandela en Arnaldo Otegi. Se suele repetir que ha optado por la vía política. Si, pero el verdadero mérito está en repudiar el terrorismo por principio, no en dejarlo cuando no queda más remedio.
Lo cierto que a Otegi, según sus propias palabras, la parte militar le “sobra y estorba”. No es que moralmente le repugne, que es lo que nos pasa a otros. No hay ni un escrúpulo, sólo estrategia y conveniencia. La diferencia, nada sutil, parece que se le escapa al coro que entona lo del “Hombre de Paz”. En su discurso tras salir de la cárcel, Otegi dijo alegrarse de que “haya mucha gente que vivía con escoltas, que vivía acosada, según decían ellos, y que hoy pueda vivir en paz y en libertad”. La esencia cívica de Otegi se contiene en esas simples palabras, puestas ahí como a voleo: “según decían ellos”. Como si fuera un cuento, o un mal sueño, o una historieta infantil. El inciso, sin embargo, no es casual.
En el momento en que se libra la batalla por el relato Otegi, con tres palabras, convierte actos demostrados de terrorismo en una especie de percepción anómala por parte de las víctimas. No me imagino a nadie diciendo, por ejemplo, que “los judíos durante el nazismo estaban, según decían ellos, condenados al exterminio”. No creo que ni una sola víctima del terrorismo haya hablado por hablar. Más bien han callado, y mucho.
Según dice Otegi, ahora se vive en paz y libertad. Quizá tenga parte de razón, pero no sé qué paz pueden sentir los familiares de cientos de víctimas cuyos casos están sin resolver. Ni qué pueden sentir los familiares de aquellos cuyos asesinos campan en carteles, pancartas, gaztetxes, brindis, kalejiras y otros actos de homenaje popular. No sé qué libertad experimentan aquellos ciudadanos que, por miedo, aun callan lo que de verdad piensan en bastiones radicales como Olazagutía o Etxarri-Aranaz, o las decenas de miles que pagaron la libertad al precio de exiliarse del País Vasco.
En el cartelón electoral al que me refería al inicio de estas reflexiones, Otegi invitaba a su grey a “volver al campo y dar lo mejor”. Como si lo que hasta ahora han dado a la sociedad fuera algo bueno y estuviéramos en la hora del virtuosismo. Nada de eso. El complejo ideológico-mafioso que representa Otegi ha hecho (y sigue haciendo) mucho mal, y quizá algún sincero acto de contrición sobre el daño causado les daría más credibilidad que cualquier habilitación jurídica.
El día 24, cuando los vascos estén reflexionando sobre su voto, se conmemorará el duodécimo aniversario del asesinato del cabo Juan Carlos Beiro, en Leiza. Conviene no olvidarlo, porque se empieza a tratar el terrorismo como algo abstracto o de otra época. No hay muertos, heridos ni secuestrados, y es cosa de la que debemos alegrarnos. No obstante, no se ha hecho justicia a todas las víctimas, y esa pátina de irrealidad que parece depositarse sobre el terrorismo en virtud de su creciente distancia temporal aumenta la injusticia y la ignominia. Nuestra responsabilidad, y es la reflexión final a la que les invito, es no olvidar quiénes están detrás del cincuentón “sin tacha” del cartel gris.
Alfredo Arizmendi
Médico