El suicidio de la libertad

El suicidio de la libertad

La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales del martes pasado supone un duro golpe para los defensores de los valores que encarna la democracia constitucional y un formidable estímulo para todos los populistas (de derecha e izquierda) que enarbolan la bandera del rechazo a las élites. Los temores hacia una posible deriva autoritaria de la democracia más antigua del mundo no son infundados.

El discurso de Trump se ha caracterizado por el racismo, la xenofobia, el desprecio a las mujeres, y la defensa del nacionalismo, el aislacionismo político y el proteccionismo económico. No es exagerado afirmar que la Presidencia de Trump será una dura prueba para la venerable constitución de los EE. UU.

Dos son las reflexiones que desde esta óptica cabe hacer. La primera es que la Constitución de los Estados Unidos establece un modelo presidencial de gobierno dotado de un sistema de frenos y contrapesos que impone fuertes limitaciones al poder del Presidente. Las tres ramas del gobierno (ejecutiva, legislativa y judicial) están claramente separadas. La rama ejecutiva encabezada por el Presidente necesita del concurso de la rama legislativa (Cámara de representantes y Senado) para poder adoptar la mayor parte de las decisiones. La rama judicial, por su parte, fue definida con acierto por Tocqueville como la garantía más efectiva contra “la tiranía de la mayoría”. La separación de poderes es efectiva incluso en el caso de que –como ocurre ahora- un mismo partido se haga con el control de la Casa Blanca y del Congreso. Esto es posible porque en EE. UU no rige la disciplina de partido al modo europeo. Aun con una mayoría republicana es muy difícil imaginar que la Cámara de representantes vaya a autorizar, por ejemplo, la construcción del muro en la frontera con México, o la expulsión masiva de inmigrantes.

Por otro lado, la posición del Senado es fundamental y los nombramientos y decisiones importantes (por ej. ratificación de Tratados Internacionales) requieren su aprobación. El Partido Republicano que también ha ganado en el Senado tiene una mayoría justa de 51 senadores pero –dada la falta de disciplina de voto- requerirá del apoyo de senadores demócratas para aprobar sus propuestas. Realmente, la decisión más relevante que habrá de tomar Trump será elegir un candidato para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo. Los nueve magistrados de este Alto Tribunal tienen un mandato vitalicio y, a través del control de constitucionalidad de las leyes, adoptan las decisiones políticas más relevantes para la sociedad norteamericana (desde el rechazo a la segregación racial hasta el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo, etc.).

Actualmente, el Tribunal está dividido sobre muchas cuestiones controvertidas, por lo que el nombramiento del magistrado que cubra la plaza vacante (y las otras plazas que puedan quedar vacantes próximamente puesto que tres magistrados rondan los 80 años) será crucial para determinar el rumbo y futuro de la sociedad americana durante décadas. Cabe confiar en que el buen juicio de algunos senadores republicanos impida a Trump colocar a extremistas en el Alto Tribunal.

En definitiva, el diseño constitucional de los EE. UU permite ser optimista y concluir que una eventual deriva autoritaria de la democracia americana es improbable. Sin embargo, junto a ello, se impone otra consideración menos optimista para el futuro de la Constitución norteamericana y de la democracia que garantiza. La Constitución es la traducción jurídica y la expresión política de un orden de valores encarnados en el cuerpo social. Es decir, los valores compartidos (libertad, Estado de Derecho, respeto a las minorías, etc.) son los que mantienen viva la Constitución.

El triunfo de Trump ha puesto de manifiesto que esos valores ya no son compartidos por todos. Millones de votantes han respaldado con su voto el rechazo a los mismos. Dicho con otras palabras, el problema para la supervivencia de la democracia en América no es Trump, cuya actuación estará fuertemente limitada por la de los otros poderes del Estado, sino sus votantes, es decir, los millones de norteamericanos que a la luz de lo que han votado cabe deducir que han abandonado la defensa de los ideales y valores que la Constitución encarna.

Las democracias europeas deberían tomar nota de ello. Trump y sus partidarios enarbolan la bandera del rechazo a las élites (sean estas políticas, económicas o intelectuales) que no es otra cosa que la bandera de la antipolítica. La política democrática requiere élites. Las élites pueden ser reemplazadas, pero no suprimidas. El verdadero peligro para la libertad es que los ciudadanos utilicen las urnas con la pretensión de reemplazar las élites –esto es los representantes políticos que reflejan el pluralismo social e ideológico- por un caudillo autoritario: Putin, Erdogán, Orbán, Trump. Caudillos que no necesitan recurrir al golpe de Estado porque les basta el suicidio de la libertad perpetrado por electores engañados y frustrados.

 

Javier Tajadura Tejada es Profesor de Derecho Constitucional de la UPV.

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