Yo la considero la palabra del año; la que llegó casi a humo de velas, en los estertores finales de 2017, para ponerle una nota de desfachatez y de sana locura a la insana locura del proceso independentista catalán. Por tener, tiene hasta esa resonancia fantasiosa y tintinesca de los países imaginados: Syldavia, Ruritania, Fridonia y, desde hace unos días Tabarnia.
Si algún lector desconoce qué es Tabarnia, la Wikipedia la define como “la denominación propuesta para un territorio de Cataluña por parte de la organización Barcelona is not Catalonia, también llamada Plataforma por la Autonomía de Barcelona, que persiguen establecer como comunidad autónoma independiente una serie de comarcas de Tarragona y Barcelona». En las últimas elecciones autonómicas, esta área se ha caracterizado por un voto bastante menos independentista que el resto de Cataluña.
En tiempos menos vistosos, Tabarnia hubiera sido poco más que una inocentada. Ahora las cosas se han trastocado de tal manera que hace falta poner en cuarentena casi todo lo que se lee. En este ambiente, Tabarnia ha pasado de divertimento marginal, a ser portada de medios tradicionales y digitales, nacionales y extranjeros, trending topic en las redes sociales socorrido tema de conversación en los corrillos.
La gloria mediática de Tabarnia pasará. Creo que está viviendo aquellos quince minutos de fama que Andy Warhol le recetaba a todo el mundo, pero sería una pena dejar languidecer el fenómeno como una anécdota o un episodio colateral. Tabarnia lleva algunas interesantes lecciones en su seno.
Tabarnia es la verbalización de algunas serias deficiencias estructurales de los movimientos secesionistas. El secesionista es un nuevo absolutismo. Del mismo modo que Luis XIV dijo «El Estado soy yo», el secesionista dice «El pueblo somos nosotros». Trapaceramente se constituye en juez y parte. El nacionalismo delimita los criterios para «ser pueblo», y lo hace de modo que sólo él entra en la definición. A quien no cumple le caben dos remedios. O se fastidia y se queda fuera de la comunidad nacional (lo cual tiene costes que la Historia ha perseverado en evidenciar) o claudica -con más o menos sinceridad- para tener la fiesta en paz y quien sabe si el pan más o menos asegurado.
En toda comunidad afectada por tensiones secesionistas existe una Tabarnia difusa, volátil, de gentes que ni comulgan, ni quieren comulgar, ni falta que les hace, con semejantes planteamientos. Otra cosa es que se haya promovido (y financiado) que el secesionista esté más cohesionado desde el punto de vista asociativo, y que además monte más bulla por la calle. En esto ha tenido mucho que ver la capitalización del folklore local, que han llevado a buen puerto, así como la interesada difusión entre dicho folklore (que es un muy respetable estrato de la cultura), con la Cultura en mayúsculas, por fortuna mucho más rica y universal. Siempre insisto en que muchas actividades de claro tinte político se cuelgan el escapulario de lo cultural para resultar poco menos que intocables y para lograr pingües subvenciones. Así está la Omnium Cultural para demostrar lo que digo.
Lo que Tabarnia materializa en Cataluña es la rebelión contra este estado de cosas de esa poco cohesionada parte de la ciudadanía y su aglutinación en un hipotético Pueblo Disidente dentro, pero a la vez fuera, del Pueblo Elegido. Por eso la simple mención de Tabarnia molesta a los capirotes secesionistas: saben perfectamente que lo que comienza como una broma puede acabar en serio. Muy en serio.
Otras de las deficiencias reveladas por el fenómeno Tabarnia consiste en que, también de forma torticera, el secesionismo determina la escala de su propia actividad. Es su Alfa y Omega. El mismo derecho que prácticamente obliga a separarse de España no podría ejercerse en un nivel ulterior. ¿Valdría el derecho a decidir para, pongamos por caso, escindir la Merindad de Tudela de ese hipotético Estado Vasco Independiente? De nuevo, quien se autoproclama «pueblo que decide» niega la categoría de pueblo y la capacidad de decidir a quien no se quiere conformar con la propuesta. Tabarnia es el segundo paso para llegar a una organización política compuesta por multitud de «repúblicas independientes de mi casa».
Tabarnia ya no es broma. No es una entelequia, ni una utopía. No es, ni mucho menos, un asunto estrictamente catalán. En cierto modo, Tabarnia somos todos; por lo menos todos aquellos que creemos que ni el nacionalismo ni el independentismo, da igual el pelo que luzcan, tienen superioridad moral alguna sobre quienes no profesamos tan salvíficas ideologías.
Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología y miembro de Sociedad Civil Navarra
Tribuna de opinión publicada en Diario de Navarra el 16 de enero de 2018