Trabajar en el siglo XIX en España

Trabajar en el siglo XIX en España

La jornada laboral dominante a finales del siglo XIX, según las fuentes de la época, oscilaba entre las 10 y 11 horas de término medio. El abanico salarial era muy variado con jornales que oscilaban entre los 12 reales de un obrero cualificado de los oficios mejor pagados a los 6 reales de un peón. Menos de mitad o un tercio por debajo si el jornal correspondía a una mujer o a un niño. Para la mentalidad de entonces, el trabajo de la mujer es un “mal menor”, cuya retribución es un complemento imprescindible para equilibrar el presupuesto familiar. “La vida del taller y de la fábrica ejerce generalmente un influjo fatal para la moralidad de la mujer casada y de la soltera, y es obstáculo poderoso a que la primera lleve su cometido en la familia”, afirmaba en un informe la Comisión Provincial de Valencia (1888).

Una fórmula muy habitual en la época era la remuneración del trabajo en especies, mediante el anticipo de alimentación y cama en las cantinas de las propias empresas a cargo del futuro jornal. La eliminación de este sistema de pago fue una de las principales reivindicaciones planteadas por los mineros de Vizcaya en las huelgas de 1890 y 1892. En datos globales, los obreros españoles destinaban a la alimentación el 70% de sus ingresos mensuales y un 10% a la vivienda. Los porcentajes destinados a vestido son ínfimos. Pero además las fuentes subrayan la mala calidad de la alimentación, el hacinamiento y falta de higiene en la vivienda.

Hasta 1921 no se implanta en España el primer seguro obligatorio de vejez. En ausencia de seguros sociales obligatorios, sólo el jornal no ganado por enfermedad es temporalmente pagado por las sociedades de socorros mutuos. Pero, en muchos casos, los obreros no tienen la mínima capacidad de ahorro para cotizar en una mutualidad. En cualquier caso, las sociedades de socorros mutuos no tienen capacidad económica para cubrir una baja prolongada o definitiva por invalidez o fallecimiento, ni en general pueden cargar con los gastos sanitarios o farmacéuticos. La situación de “los inválido del trabajo”, según la terminología de la época, es la peor de todas. De hecho, el mantenimiento y la reparación de las máquinas son mejor tratadas que la mano de obra.

El retrato de la condición de vida obrera se completa con la descripción de las deficiencias y limitaciones de su vida moral y cultural. Unas tasas muy elevadas de analfabetismo y las bajas tasas de escolarización infantil, como consecuencia de la proliferación del trabajo infantil, son dos exponentes claros de estas limitaciones. En el año 1900 se aprueba la ley de protección al trabajo de la mujer y los niños, con una garantía de escolarización mínima, mediante la promoción de escuelas públicas, cerca del lugar de trabajo.

Por otra parte, ante la ausencia del concepto de formación profesional, comienzan a surgir las escuelas de artes y oficios, y las diversas iniciativas de educación popular plantean algunas enseñanzas técnicas o instrumentales como el dibujo o la contabilidad. En medio del vacío de iniciativas públicas, proliferan todo tipo de centros y círculos de instrucción y recreo: casinos, ateneos y casas del pueblo, de origen católico, republicano y obrero, socialista y anarquista, que se disputan la captación ideológica, junto a la oferta de socorres materiales y servicios de ocio y educación.

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