La semana pasada, el 16 de abril se cumplió el sexagésimo aniversario de la muerte de la química británica Rosalind Franklin. Nueve días después, el 25, el sexagesimoquinto de la publicación, en la revista Nature, de los tres artículos que marcaron el inicio de la era del ADN. De estos tres artículos los dos últimos iban firmados por Rosalind Franklin y Maurice Wilkins. El primero, en el que se proponía la estructura en doble hélice del ADN, iba firmado por James Watson y Francis Crick. Wilkins, Watson y Crick recibieron el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1962. Rosalind Franklin no recibió premio alguno, ni tampoco una mención a su cardinal contribución al hallazgo. Tampoco llegó a enterarse, porque había fallecido por un carcinoma de ovario en 1958, con apenas 37 años. Franklin ha sido, en general, una nota al pie de página en la historia de la Biología hasta su tardía reivindicación. En palabras de su biógrafa, Brenda Maddox, Rosalind Franklin fue “una mujer genial, que vio sus dotes sacrificadas para mayor gloria del macho”.
La historia de Rosalind Franklin tiene un poderoso atractivo porque contiene las adecuadas dosis de talento, gloria científica, injusticia y drama. Ahondando un poco más, hay sombras de un trato condescendiente, si no despectivo, por parte de sus colegas masculinos. Todo ello hace de Rosalind un personaje simpático, que debería ser mucho más conocido de lo que en realidad es.
Quiero invocar a Rosalind Franklin como ejemplo, y sugerir un homenaje que sirva a la vez de reconocimiento e inspiración. Asistimos a una justa reivindicación del papel de la mujer en la ciencia (como en todos los órdenes de la vida). Sin embargo, las carreras científicas no parecen una opción prioritaria para las jóvenes. Quizá episodios de postergación como el de Rosalind Franklin hayan creado un inconsciente poso de conformismo, tanto en las jóvenes que podrían hacer ciencia como en quienes deberían animarles a ello en la familia y el ámbito educativo. El factor ambiental es clave. En el libro “¿Por qué tan pocas?” se afirma que “creer en el potencial de crecimiento intelectual mejora los resultados. Esto es cierto para todos los estudiantes, pero es especialmente útil para las chicas en matemáticas, donde persisten los estereotipos negativos sobre sus capacidades. Creando una mentalidad de crecimiento, profesores y padres pueden alentar el interés y los logros de las jóvenes en matemáticas y ciencias”. Pero claro, para eso hay que querer… y poder.
El trabajo debe ser continuo y en todos los planos. El blog “Mujeres con Ciencia” es una excelente iniciativa de la cátedra de Cultura Científica de la UPV; la celebración del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia también lo es. En este contexto, un homenaje puntual a una persona concreta en una ciudad de mediano tamaño podría parecer irrelevante, pero no lo es.
Insisto: necesitamos ejemplos. Ejemplos tangibles y personales. Necesitamos poder preguntarnos “¿Quién fue Rosalind Franklin?”, para poder buscar la respuesta. Necesitamos que nuestros hijos nos lo puedan preguntar para poderles poner delante el ejemplo de esa mujer excepcional. El cambio y la evolución son acumulativos. Se puede producir un cambio revolucionario en la forma de hacer las cosas a base de sumar acciones aparentemente menores, si estas van en la dirección adecuada y son capaces de inspirar a otros. De ahí la propuesta que expongo a continuación.
No subestimemos el poder inspirador de ponerle el nombre justo al lugar adecuado. Si se hace por una causa universal tal poder se multiplica. Creo haber justificado suficientemente la pertinencia de dedicarle a Rosalind Franklin un espacio público en Pamplona. Habrá quien objete que la doctora Franklin “no era de aquí”. Eso no es un demérito, sino un motivo más de reflexión. No hay ciencia “de aquí” o “de allí”, y nos conviene ir fomentando cierta amplitud de miras, frente al localismo centrípeto imperante. Me permito, por último, sugerir -como lugar predilecto para los amantes de la ciencia de nuestra ciudad- la plaza que queda frente a la puerta de acceso al Planetario.
Simbólicamente, la plaza se abre a un espacio científico, pero también a una zona de juegos. No veo un mejor remate a lo que de apasionante y lúdico tiene la actividad científica. No veo mejor manera de proyectar una historia pasada, con sus claroscuros, sobre un futuro que debe construirse sobre el conocimiento y la igualdad.
Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología y máster en Comunicación Científica