Una vez más: la lengua

Una vez más: la lengua

Dice Aristóteles en La Política: “La razón de que el hombre sea un ser social es…que posee la palabra… para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto”. Por tanto las personas hablan y lo hacen para comunicarse, para debatir, para manifestar afectos, para construir pactos, ciencia, razonamientos, etc.

Además hablan en diversas lenguas. Ninguna de ellas tiene más valor intrínseco que otras: dependen del uso, de las circunstancias políticas, sociales, y de alguna otra variable. Las lenguas cambian hasta hacerse irreconocibles entre sí aunque hayan partido del mismo tronco. Ni han sido ni son estables, y no lo van a ser en el futuro. Las lenguas son esa herramienta que usamos las personas que vivimos en sociedad y somos los hablantes quienes las hacemos y las deshacemos. Si una lengua desaparece por desidia de sus hablantes o por otras causas, nunca esos hablantes se quedan en el vacío lingüístico: seguirán hablando con otra herramienta. Y nadie pierde nada, a pesar de los mitos al respecto: sólo se cambia de registro con el que comunicarse.

En el sistema político mundial aún pervive la estructura de Estados-naciones. Los escritores románticos del S. XVIII generaron conceptos contrarios a los valores universales de la Ilustración, y dieron vida a usos, costumbres, leyendas, danzas, color de piel, y algún otro factor con los que mostrar la singularidad, la esencialidad y la identidad de esos Estados-naciones. Dotaron imaginariamente a cada uno de ellos de “espíritu propio”, de “alma común”, de “designio divino” para cada patria, y aún más: de superioridad cultural (la lengua) y antropológica (los pueblos) sobre quienes no tenían rasgos “occidentales”. Apareció la raza como elemento básico y, más tarde, la lengua vino a su relevo. Y ahí estamos aún: en la eterna canción de los nacionalismos como herederos privilegiados del romanticismo decimonónico, apoyados por esa inestimable izquierda que cada vez les aplaude más porque llenan su vacío ideológico con fantasías sentimentales en lugar de sólidos argumentos.

Es lo que se esconde tras las reflexiones de la Sra. Consejera de Relaciones Ciudadanas e Institucionales (¡qué infamia de título para los hechos que realizan!) A pesar de su cuidado en las expresiones e, incluso, en la utilización de conceptos liberales y republicanos (ciudadanía), se vislumbra lo que se pretende esconder: el esencialismo lingüístico del euskera (“yo también lo hablo” cuando lo menciono).

Ninguna lengua concreta es un bien en sí misma. Es la que te toca hablar como mera circunstancia por el hecho de haber nacido en un lugar. No ata a nada ni a nadie, salvo que uno, cuando es mayor, quiera atarse a ella. Y menos lo vincula con las raíces en esa figura retórica que es “vivir en” una lengua cualquiera. Ninguna lengua conlleva una “visión del mundo”: esto nos contaba una desacreditada teoría lingüística. Pobres niños bilingües o trilingües para saltar de una visión del mundo a otra según la circunstancia de la lengua manejada. Quizá por eso, dicen o aconsejan, es mejor no mezclar y formar parejas o matrimonios oportunos con alguien de la misma tierra, de las raíces en forma de apellidos y, a ser posible, que hable la misma lengua, que sea de una determinada religión, que disponga de recursos económicos y que tenga una mentalidad conservadora (cuando no reaccionaria) para que todo siga igual. Hay quien dice que los seres humanos tenemos raíces que nos fijan al suelo, al lugar de nacimiento. Afortunadamente los seres humanos no tenemos raíces sino pies con los que movernos por el mundo. Eso es lo que hemos visto y vemos, y es lo que molesta a los nacionalismos.

En algo estoy de acuerdo con la Sra. Consejera: hay que desterrar mitos…y superar tópicos que, ¡oh casualidad!, son los que ella propone mantener. Ninguna lengua es patrimonio propio de un lugar y no hay razón de peso que apoye eso de “estar orgullosos” del mismo. Habitualmente es lo que te ha caído encima sin elegirlo y lo usas cuando te parece y cuando quieres. Se puede nacer en un lugar e, incluso, vivir en él sin hablar el idioma común, ser blanco, protestante y mujer (cuatro posibles formas de identidad). Yo hablo español y no me siento orgulloso – ni lo contrario – de hacerlo ya que me tocó en la lotería de la vida. Porque elevar una lengua, cualquier lengua, particular a categoría identitaria requiere una construcción plenamente consciente de ideologías exclusivistas: nos recuerda que no podemos ser otra cosa de lo que somos y que nuestra cultura y nuestra identidad nos marcan indeleblemente desde el nacimiento cual si fuera un determinismo biológico.

¿Cómo casa esto con la libertad ciudadana que usted afirma respetar? ¿Cómo elegir lo dado en el marco del respeto a la libertad y voluntariedad de la ciudadanía? ¿Cómo apelar a estos valores dentro de la cadena que nos vincula a un territorio y a una lengua concreta? La ciudadanía no tiene marca identitaria (o no debería tenerla) en el mundo del respeto a los derechos humanos. Es lo contrario del esencialismo, de la obligatoriedad de la naturaleza, de la falta de respeto a la vida individual. Por eso algunos optamos por no tener raíces que nos sujeten a ningún lugar, a ninguna patria, a ninguna lengua, a ninguna raza, por más que ustedes, con su propuesta, nos lo quieran imponer.

 

Jesús Mª Osés

Profesor de Historia del Pensamiento Político, UPNA

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