En el santuario japonés de NikkoToshoguse encuentra la talla llamada “Los Tres Monos Sabios”. Uno de los monos se tapa los ojos para no ver el Mal, otro se cubre las orejas para no oír el Mal, y el tercero se tapa la boca para no decir el Mal. La representación ha trascendido a la cultura popular; se pueden comprar estatuas decorativas que los representan y se han colado entre los emoticonos de WhatsApp.
Los humanos no hemos llegado al grado de sabiduría de los tres monos del Japón. Nos hemos acostumbrado a las tropelías, y si muchos se ponen la mano en la boca -como el tercer monito de Nikko-, lo hacen para aparentar que no han visto ni oído nada. Algunos a esto lo llaman “tener la fiesta en paz” o “no meterse en lo que a uno no le importa”. Sobra material para disfrazar la cobardía de prudencia.
No debe de resultar fácil convivir con la propia cobardía. Se comprende que quien se enfrenta a ello haga todo lo posible por deformar lo que ve y lo que oye para hacer que lo injusto parezca justo, lo malo bueno, y la víctima sea culpable de lo que le pasa. Me permito recordarles -una vez más- el siniestro soniquete “algo habrá hecho”, que era lo único que algunos de por aquí eran capaces de articular cuando a otros de por aquí les daba por despanzurrar a un conciudadano. Era lo más que el monito mudo decía si levantaba la mano de la boca.
Últimamente lo que se lleva es llamar “provocador” a quien co- meta el atropello… de reaccionar ante un atropello. La anomalía permanente es la nueva normalidad, y el que se revuelve es un tocapelotas y un provocador. Al descontento no le queda otra que ver, oír y callar por la cuenta que le tiene. En una cultura en la que la unidad elemental de argumentación es el “zasca” al que saca los pies del tiesto establecido le llueven bofetadas. Otra cosa es que después vistan las tortas de pelea de bar o, como en la reciente agresión de Barcelona, acabe pareciendo que el puño de un inocente individuo fue golpeado por la nariz de una indeseable.
Y el caso es que hay motivos para revolverse.
Si uno llegara a su pueblo y se encontrara la plaza pública completamente ocupada e inutilizada con bidones metálicos, podría quejarse con todo motivo. Seguramente encontraría quien le ayudara a quitar los bidones, o una administración municipal presta a resolver el desafuero, denunciar al ocupante y devolver la plaza a la normalidad. Ocurriría lo mismo si un servidor pusiera en marcha un negocio para vender talos en medio del arenal de la Concha. El municipal donostiarra haría valer los derechos de todos, y me obligaría a retirar el txoko y montarlo en otro lado previa autorización administrativa y el pago de las tasas correspondientes.
Si esto es tan claro cuando se trata de bidones y de talos ¿por qué no lo es cuando se trata de cruces y lazos amarillos, o de pancartas y pintadas, o de los okupas de un edificio de titularidad pública. ¿Por qué la cobertura de una ideología -ciertas ideologías, para ser exacto- otorga una patente de corso que los demás ni soñamos?
Recordemos que en Cataluña la Fiscalía está investigando a los Mossos por obligar a identificarse a ciudadanos que cometen el presunto delito de descolgar lazos de plástico amarillo, intentando devolver su medio a su aspecto normal y neutral. Esos mismos Mossos trataron de hacer desaparecer en una incineradora la alerta emitida por los Esta- dos Unidos avisando del atentado de la Rambla. Esas Fuerzas de Orden ¿Público?, presuntos servidores de todos los catalanes, pagados con el dinero de todos los catalanes, pero generando una deuda de la que solemos hacernos cargo todos los españoles.
No quiero imaginar el contagio de semejante modelo a otras policías autonómicas. No es descabellado pensarlo: para muchos Cataluña es un ejemplo, y en eso quizá incluyen la conversión de la policía autonómica en una Stasi con gorra de plato o boina. ¿Nos parecería bien y miraríamos hacia otro lado o nos revolveríamos para protestar?
Callamos demasiado. No se si será la naturaleza humana, la comodidad, las cautelas o la herencia envenenada de los años de plomo, pero tendemos a seguir callados o a ser tibiamente condescendientes ante situaciones que parecen no afectarnos directamente, pero que si lo hicieran obtendrían sin duda respuesta más contundente.
Lo que si se es que cuando finalmente uno se percata de que ha callado demasiado, y por demasiado tiempo, es casi imposible recuperar lo perdido.
Alfredo Arizmendi Ubanell es licenciado en Medicina y Odontología